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Lo que George Lucas no supo hacer
Título Original: STAR TREK Dirección: J.J. Abrams Intérpretes: Chris Pine, Zachary Quinto, Leonard Nimoy, Eric Bana, Karl Urban, Bruce Greenwood, Simon Pegg, John Cho y Winona Ryder Nacionalidad: EE.UU. 2009 Duración: 126 minutos ESTRENO: Mayo 09
La duda decisiva de la undécima entrega cinematográfica de Star Trek consiste en saber qué motivó la decisión de los publicistas a la hora de elegir el cartel de Star Trek. Veámoslo.
La versión yanqui más divulgada del afiche de lanzamiento consiste en la silueta de la nave Enterprise justo cuando entra en velocidad extrema y su contorno se diluye. Limpia imagen cinética que da al filme un reclamo un poco abstracto y bastante retro. En cambio, la versión europea más repetida es la que recoge el ataque final de los romulianos quienes, con un perforador titánico, horadan la tierra en San Francisco, lugar de terremotos, para provocar en ella un agujero negro por donde acabará desapareciendo el planeta. Y aquí surge la primera paradoja al comprobar cómo, en tiempo de crisis, para esta Europa se escoge una atmósfera catastrofista mientras que para los EE.UU. de Obama se opta por una imagen limpia, abstracta, cibernética. El común denominador en ambos continentes es que no hay noticia en los carteles de Star Trek ni de Kirk, ni de Spock. ¿Por qué?
La respuesta es unívoca. Por pura cuestión de fotogenia. Parece indiscutible que, si no se ha visto el filme y uno se deja llevar por las imágenes de Chris Pine (el capitán Kirk) y Zachary Quinto (el vulcaniano Spock), cuesta mucho pagar por ver una película que los tiene como protagonistas. Y sin embargo, cuando se han consumido las dos horas largas del filme de J.J. Abrams, la percepción que se impone es radicalmente distinta. No son unos clones higienizados, replicantes barbilampiños sino verdaderos personajes con carisma. Pero eso sólo se aprecia tras ver el filme de ahí que en los carteles se les deje de lado.
Star Trek 2009, no sólo es la mejor película de la serie sino que J.J. Abrams ha conseguido lo que George Lucas no supo hacer con Star Wars, seducir a los jóvenes públicos de ahora sin avergonzar a sus padres. Y no era sencillo ante una franquicia que genera una subcultura activa y proteccionista. Miles de trekkies de todo el mundo se comportan como doctores universitarios capaces de recitar de memoria todos los versículos de la Bibliatrek. Son devotos feligreses de Gene Roddenberry nada permeables a tolerar desviaciones ni sacrilegios.
La habilidad de J.J. Abrams consiste en leer bien lo que ha acontecido en los últimos tiempos con el cine de aventuras. En ese sentido, su lifting quirúrgico a Star Trek utiliza el mismo escalpelo y la misma dieta que Christopher Nolan aplicó a Batman. Y como de un nuevo nacimiento se trata, Star Trek arranca en el mismo origen, algo que desemboca en el inicio de esa amistad/rivalidad entre Kirk y Spock. O si lo prefieren, entre la intuición y la razón, entre la imprevisibilidad y el cálculo, entre el ying y el yang de una visión profética en la que el mundo se vislumbra como capaz de alcanzar un entendimiento armónico. Puro y duro proceso dialéctico en el que sus jóvenes actores parecen salidos de la caricatura posapocalíptica del Verhoeven de Starship Troopers, pero sin su vitriólica mala leche.
Si a eso se le une esa presencia mítica de Leonard Nimoy en el retruécano más hábil del guión y el evanescente discurrir de una Winona Ryder maternal, se comprenderá que Star Trek vuela alto y lejos. Posee más erotismo, regala más ironía y encierra más paradojas de lo que aparenta. Es pura diversión no exenta de talento y ha sembrado su celuloide con minas escondidas que deslumbran a los nuevos trekkies a golpe, no de kitsch y caspa, sino de modernidad y humor. Y una última paradoja. Star Trek, que nació como serie de televisión, por fin se convierte en cine grande gracias a un director que proviene de la televisión.
La duda decisiva de la undécima entrega cinematográfica de Star Trek consiste en saber qué motivó la decisión de los publicistas a la hora de elegir el cartel de Star Trek. Veámoslo.
La versión yanqui más divulgada del afiche de lanzamiento consiste en la silueta de la nave Enterprise justo cuando entra en velocidad extrema y su contorno se diluye. Limpia imagen cinética que da al filme un reclamo un poco abstracto y bastante retro. En cambio, la versión europea más repetida es la que recoge el ataque final de los romulianos quienes, con un perforador titánico, horadan la tierra en San Francisco, lugar de terremotos, para provocar en ella un agujero negro por donde acabará desapareciendo el planeta. Y aquí surge la primera paradoja al comprobar cómo, en tiempo de crisis, para esta Europa se escoge una atmósfera catastrofista mientras que para los EE.UU. de Obama se opta por una imagen limpia, abstracta, cibernética. El común denominador en ambos continentes es que no hay noticia en los carteles de Star Trek ni de Kirk, ni de Spock. ¿Por qué?
La respuesta es unívoca. Por pura cuestión de fotogenia. Parece indiscutible que, si no se ha visto el filme y uno se deja llevar por las imágenes de Chris Pine (el capitán Kirk) y Zachary Quinto (el vulcaniano Spock), cuesta mucho pagar por ver una película que los tiene como protagonistas. Y sin embargo, cuando se han consumido las dos horas largas del filme de J.J. Abrams, la percepción que se impone es radicalmente distinta. No son unos clones higienizados, replicantes barbilampiños sino verdaderos personajes con carisma. Pero eso sólo se aprecia tras ver el filme de ahí que en los carteles se les deje de lado.
Star Trek 2009, no sólo es la mejor película de la serie sino que J.J. Abrams ha conseguido lo que George Lucas no supo hacer con Star Wars, seducir a los jóvenes públicos de ahora sin avergonzar a sus padres. Y no era sencillo ante una franquicia que genera una subcultura activa y proteccionista. Miles de trekkies de todo el mundo se comportan como doctores universitarios capaces de recitar de memoria todos los versículos de la Bibliatrek. Son devotos feligreses de Gene Roddenberry nada permeables a tolerar desviaciones ni sacrilegios.
La habilidad de J.J. Abrams consiste en leer bien lo que ha acontecido en los últimos tiempos con el cine de aventuras. En ese sentido, su lifting quirúrgico a Star Trek utiliza el mismo escalpelo y la misma dieta que Christopher Nolan aplicó a Batman. Y como de un nuevo nacimiento se trata, Star Trek arranca en el mismo origen, algo que desemboca en el inicio de esa amistad/rivalidad entre Kirk y Spock. O si lo prefieren, entre la intuición y la razón, entre la imprevisibilidad y el cálculo, entre el ying y el yang de una visión profética en la que el mundo se vislumbra como capaz de alcanzar un entendimiento armónico. Puro y duro proceso dialéctico en el que sus jóvenes actores parecen salidos de la caricatura posapocalíptica del Verhoeven de Starship Troopers, pero sin su vitriólica mala leche.
Si a eso se le une esa presencia mítica de Leonard Nimoy en el retruécano más hábil del guión y el evanescente discurrir de una Winona Ryder maternal, se comprenderá que Star Trek vuela alto y lejos. Posee más erotismo, regala más ironía y encierra más paradojas de lo que aparenta. Es pura diversión no exenta de talento y ha sembrado su celuloide con minas escondidas que deslumbran a los nuevos trekkies a golpe, no de kitsch y caspa, sino de modernidad y humor. Y una última paradoja. Star Trek, que nació como serie de televisión, por fin se convierte en cine grande gracias a un director que proviene de la televisión.