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Alicia y Fausto atraviesan el mundo de Gilliam Título Original: THE IMAGINARIUM OF DOCTOR PARNASSUS Dirección y guión: Terry Gilliam Intérpretes: Heath Ledger , Christopher Plummer, Johnny Depp, Colin Farrell, Jude Law, Lily Cole, Tom Waits y Verne Troyer Nacionalidad: Reino Unido. Canadá. 2009 Duración: 122 minutos ESTRENO: octubre 2009
A veces, la muerte no significa el final. A veces, una ausencia da lugar incluso hasta a tres presencias, como ocurre en este filme. También ocurre a veces que la magia no acontece sólo frente al espectador sino en la trastienda, entre bambalinas. Y es que, a veces, el cine roza lo mágico y se interna en ese fantastique bizarro y oscuro que pasea la incertidumbre de siglos de preguntas junto al miedo de silencios eternos. Entonces surgen relatos extraños, inclasificables, inagotables e inagotados, como El imaginario del doctor Parnassus.
Veamos. Se trata de un filme atravesado en su mitad por la muerte repentina de su principal protagonista. En algún modo Heath Ledger ilustra un fenómeno que roza lo milagroso. Ledger volaba en una aceleración progresiva cuando se puso a las órdenes de Gilliam, con los restos del maquillaje del Joker pegado en sus entrañas. Su muerte, cuando había rodado el 45% del metraje previsto, dejó por unos instantes tambaleante a un cineasta que hace pocos años había enterrado en las Bardenas de Navarra su sueño de adentrarse en el mundo de Don Quijote. Durante unos días, Gilliam y sus productores leyeron hasta la letra más pequeña de los seguros que habían firmado. ¿Otra maldición? ¿Otro fracaso?
Ni mucho menos. No hay espacio para pormenorizar pero, en resumidas cuentas y según el propio Gilliam, todo empezó con la ayuda de la amistad. Johnny Depp fue el primero, Jude Law y Colin Farrell le siguieron. Trabajaron gratis para que la hija de Heath Ledger pudiera cobrar íntegro el trabajo que su padre no pudo completar.
En otras manos, en otros proyectos, esto hubiera sido una chapuza grosera. Con Gilliam y el doctor Parnassus asistimos al prodigio de ver cómo se reinventa un filme y cómo se resuelve felizmente. Hay un momento crucial, un instante, casi un espejismo en la cinta, cuando el Tony de Ledger atraviesa por vez primera el espejo mágico de Parnassus y la magia funciona. Ledger ya no estaba allí, pero su Tony es él con el rostro de su amigo. Simplemente por ese relámpago de intuición, de desesperación y de (mala) suerte ya merecería figurar este filme en la colección de obras con duende.Pero evitemos caer en el panegírico funerario y crucemos de verdad ese espejo que preside de principio a fin esta película excesiva, desajustada, sorprendente y generosa. Como se sabe y no se discute, Gilliam es un hombre cultivado, el amigo americano de los Monty Python, el más filigranero de todos ellos. Desembarcó en Londres dejando atrás los ecos de Vietnam el año del festival de Woodstock. Y aunque en su cine se recogen rasgos que van desde Chris Marker a las leyendas artúricas, la presencia de Lewis Carroll y su Alicia a través del espejo resulta incuestionable.
Como en Tideland, también aquí la sombra de Alicia lo cubre todo. Sólo que mientras que en su anterior filme ese todo se llenaba de ecos perversos, aquí el gran guiñol reemplaza a lo trágico y el mito de Fausto se funde con la reivindicación del mundo del titiritero y el narrador de cuentos.
Hay muchas lecturas en este bello y desequilibrado texto, pero todas desembocan en la ritualización del relato. Gilliam habla de la necesidad de la fábula, de la pertinencia de la fantasía y del desprecio que la sociedad actual siente ante los cuentos, para recordarnos que sin textos simbólicos que sustenten la mirada de la humanidad, el mundo camina hacia el abismo. Por eso Parnassus y ese Mefistófeles con el rostro de Tom Waits, que reclama una deuda milenaria, se imponen como dos caras de una misma necesidad: soñar. ¿Acaso no es sólo allí, en el sueño, donde resulta posible sortear la muerte con la ayuda de la amistad?
Veamos. Se trata de un filme atravesado en su mitad por la muerte repentina de su principal protagonista. En algún modo Heath Ledger ilustra un fenómeno que roza lo milagroso. Ledger volaba en una aceleración progresiva cuando se puso a las órdenes de Gilliam, con los restos del maquillaje del Joker pegado en sus entrañas. Su muerte, cuando había rodado el 45% del metraje previsto, dejó por unos instantes tambaleante a un cineasta que hace pocos años había enterrado en las Bardenas de Navarra su sueño de adentrarse en el mundo de Don Quijote. Durante unos días, Gilliam y sus productores leyeron hasta la letra más pequeña de los seguros que habían firmado. ¿Otra maldición? ¿Otro fracaso?
Ni mucho menos. No hay espacio para pormenorizar pero, en resumidas cuentas y según el propio Gilliam, todo empezó con la ayuda de la amistad. Johnny Depp fue el primero, Jude Law y Colin Farrell le siguieron. Trabajaron gratis para que la hija de Heath Ledger pudiera cobrar íntegro el trabajo que su padre no pudo completar.
En otras manos, en otros proyectos, esto hubiera sido una chapuza grosera. Con Gilliam y el doctor Parnassus asistimos al prodigio de ver cómo se reinventa un filme y cómo se resuelve felizmente. Hay un momento crucial, un instante, casi un espejismo en la cinta, cuando el Tony de Ledger atraviesa por vez primera el espejo mágico de Parnassus y la magia funciona. Ledger ya no estaba allí, pero su Tony es él con el rostro de su amigo. Simplemente por ese relámpago de intuición, de desesperación y de (mala) suerte ya merecería figurar este filme en la colección de obras con duende.Pero evitemos caer en el panegírico funerario y crucemos de verdad ese espejo que preside de principio a fin esta película excesiva, desajustada, sorprendente y generosa. Como se sabe y no se discute, Gilliam es un hombre cultivado, el amigo americano de los Monty Python, el más filigranero de todos ellos. Desembarcó en Londres dejando atrás los ecos de Vietnam el año del festival de Woodstock. Y aunque en su cine se recogen rasgos que van desde Chris Marker a las leyendas artúricas, la presencia de Lewis Carroll y su Alicia a través del espejo resulta incuestionable.
Como en Tideland, también aquí la sombra de Alicia lo cubre todo. Sólo que mientras que en su anterior filme ese todo se llenaba de ecos perversos, aquí el gran guiñol reemplaza a lo trágico y el mito de Fausto se funde con la reivindicación del mundo del titiritero y el narrador de cuentos.
Hay muchas lecturas en este bello y desequilibrado texto, pero todas desembocan en la ritualización del relato. Gilliam habla de la necesidad de la fábula, de la pertinencia de la fantasía y del desprecio que la sociedad actual siente ante los cuentos, para recordarnos que sin textos simbólicos que sustenten la mirada de la humanidad, el mundo camina hacia el abismo. Por eso Parnassus y ese Mefistófeles con el rostro de Tom Waits, que reclama una deuda milenaria, se imponen como dos caras de una misma necesidad: soñar. ¿Acaso no es sólo allí, en el sueño, donde resulta posible sortear la muerte con la ayuda de la amistad?