François Girard, guionista y director franco-canadiense, (Quebec, 1963), empezó a ser reconocido mundialmente gracias al éxito de “El violín rojo” (1998). Veinte años después, tras una carrera donde lo audiovisual suele atrincherarse detrás de la música, su última producción, “La canción de los nombres olvidados” (2019), se ratifica en las señas de identidad de aquel filme que contaba la historia de un violín mítico.

El orden de factores probablemente no afecta al producto pero si condiciona la emoción. Si ayer hubiera sido el comienzo del SSIFF y nos hubiéramos enfrentado a una película como “Rocks”, hablaríamos de un filme de bajas ambiciones pero de solvente factura; diríamos que se trata de una película de anécdota leve y alcance justo, que nos permitiría soñar con una prometedora edición

Aunque las imágenes que acompañan a la película de Belén Funes insistan siempre en mostrar a los dos Fernández (Greta y Eduard), hija y padre, el título reconoce de manera más certera quién carga con la mayor parte del peso de esta obra: “La hija de un ladrón”. O sea, la historia que se cuenta es la de ella, la de la hija, la citada Greta Fernández con cuyo rostro, anegado en lágrimas, culmina la desoladora crónica de una familia en ruinas.

Tras los intentos infructuosos en la jornada del lunes para sostener el nivel del SSIFF, a golpe de ensayo y error, ayer se intentó todo a golpe de poesía (funeraria) y melodrama de favela y pizza. El resultado: la sección oficial del Zinemaldia entra en coma. Gris, muy gris la jornada del martes donde tres películas de orígenes y facturas muy diferentes chocaban en la misma piedra: impostura e indefinición.

Acabados los ecos épicos del “guerracivilismo” que no cesa, el lunes, el Zinemaldia se puso el traje de faena. El glamour y el reconocimiento del cine de casa cedió el testigo a una triple oferta de cine de ensayo y error. Bueno tres títulos que, en realidad, cuentan solo como dos para la competición oficial, toda vez que James Franco, haciendo honor a su Concha de Oro,  evidenció su condición de desastre  dando la campanada con su película al quedarse fuera de la competición por meter la pata. ¿Quién le mandaría estrenarla hace unos días en Rusia dejando al Zinemaldia en evidencia?

“La trinchera infinita” tiene fin, faltaría más, pero ciertamente en su interior alberga muchas cicatrices, muchísimas. También parece evidente que su concreción encenderá incontables reflexiones y alguna que otra disputa. Es así porque la película, dirigida a seis manos por Aitor Arregi, Jon Garaño y José Mari Goenaga, se abisma -y palpa- en heridas sin cerrar, desde distancias sin equilibrar; al tiempo que convoca viejos fantasmas que, de un modo u otro, asustan y perturban a todas las familias.

El verdadero interés  de un festival, allí donde la prueba del algodón no engaña, habita en la calidad, riesgo e interés de la Sección Oficial. Lo demás es musiquita de fondo, trofeos añejos, reliquias de la grandeza de otros festivales y carne de relleno de una programación más o menos abarrotada. Ocurre además, que esa Sección Oficial que deviene en sección primordial, de manera habitual, la primera y la última película, la que inaugura y la que clausura, con ocupar simbólicamente un lugar relevante, nunca suelen ser significativas.

Mes tras mes, durante casi un año, “Ghostland” se ha visto empujada fuera de las previsiones de los estrenos. Anunciada para ser presentada hace tiempo, ese continuo desplazamiento arroja luces sobre la falta de sensibilidad y los prejuicios que acompañan siempre a las obras que se adentran en el terreno del horror.