Si aborrecen las películas de superhéroes; si no aprecian ninguna diferencia sustancial entre el Batman de Tim Burton con respecto al de Christopher Nolan; si se considera como ganga tanto el Iron Man de Jon Favreau como el Daredevil protagonizado por Ben Affleck, nada tienen que hacer viendo esta película.

El Doctor Strange apareció dentro de la escudería Marvel en los primeros años 60. Su peculiaridad reside en que sus poderes emanan de las fuerzas místicas, de la magia. Personaje vertebral en la galería de superhéroes marvelianos, su biografía en estos cincuenta años de existencia, ha pasado por diferentes fases aunque nunca fue tan popular como los archiconocidos Iron Man, Spiderman y Capitán América.

Con X-Men ya no hay sorpresa alguna. Y con Bryan Singer se garantiza que quien dirige conoce el material de partida, nadie discutiría que le gusta y parece obvio que disfruta llevándolo al cine. Por otro lado, se ha dicho en anteriores ocasiones, hay una gran diferencia entre lo que ocurre en las aventuras de papel y el cine. En los tebeos, los detalles biográficos de los protagonistas rara vez ilustran las nuevas entregas en donde lo que importa no es sino la capacidad de idear nuevas empresas, nuevos peligros. Nadie se compra un cómic de El Capitán América esperando encontrar en él la historia de su origen.

Aunque no figura en los créditos, Snyder y Goyer parecen haber escrito el guión con el rabillo del ojo atento a Žižek, o al menos, sin perder de vista sus análisis. De hecho, lo mejor de esta película consiste en esperar qué puede llegar a decir de ella este ensayista que usa las películas para desnudar las contradicciones de un sistema monocromático abonado a una crisis ¿líquida?

Desde el mismo arranque se sabe que Deadpool no va a hacer trampas. En ella no hay cartas escondidas. Todo es lo que se ve, y lo que se ve es una resabiada mezcla de humor grotesco y acción. O sea, sal gruesa con sabrosos tropiezos y mucha desvergüenza. Hay que reírse; quiere que nos riamos. Para ello retuerce el modelo consagrado en los últimos tiempos, el de los pliegues oscuros de superhéroes atormentados. Arremete contra esa narrativa hecha de metafísica simbólica y angustia política a lo Christopher Nolan.

Si alguien lo ha analizado, lo desconozco. Pero la cuestión no admite dudas. ¿Por qué cuando se lleva al cine las aventuras y personajes nacidos en los tebeos se invierte la esencia de su naturaleza? Lo propio de estos personajes, nacidos en y para el papel como Los cuatro fantásticos, consiste en el seguimiento de sus aventuras. Sus lectores esperan las nuevas entregas pendientes de la calidad del nuevo enemigo y ávidos de más sorpresas que exijan de los héroes un esfuerzo mayor y de los guionistas una aventura más insólita.

Aunque Ant-man pertenece a la factoría Marvel y, aunque para la mayoría de sus espectadores se trata de un superhéroe de papel, sus orígenes tienen algunos precedentes ilustres tanto en el mundo literario como en el cinematográfico. Paradojas de una (in)cultura que ha mirado con suficiencia y desprecio el poder de los tebeos y su capacidad para reescribir en clave pop(ular) algunos de los fundamentos propios del poder simbólico de los mitos.

Cuando el gran triunfador del Oscar 2015, Alejandro González Iñárritu, calificó a las películas de superhéroes de genocidio cultural, no lo hizo pensando en La era de Ultrón. Probablemente ni siquiera sabía que se estaba rodando. Iñárritu lo que hizo fue reiterar lo que en su película, Birdman, se hace evidente: que el director mexicano fue un niño sin tebeos.

Cuando Bryan Singer cogió las riendas de la adaptación cinematográfica de X-men, lo hizo con una declaración de principios: en su acervo cultural, la Marvel era una palabra sagrada y en su relación con los héroes de papel, no habría condescendencia. O sea, Singer hacía como había hecho Sam Raimi, como hizo Tim Burton y como haría Christopher Nolan.