En apenas unos meses, cuatro películas de ADN anglosajón han recreado los días de sangre, sudor y lágrimas que, durante los primeros años 40 del pasado siglo XX, vivió Gran Bretaña. Dos rinden culto al señor Winston: Churchill de Jonathan Teplitzky y ésta que ahora nos ocupa, El instante más oscuro. Una se centra en el desembarco de Normandía y la otra se aplica en sublimar la retirada de Dunkerque.

La amistad a la que hace referencia el título impuesto por el distribuidor español, es la que sostuvieron Alberto Giacometti y el escritor James Lord. En realidad, esa relación amigable con la que el actor y director Stanley Tucci ha firmado este largometraje, consistió en las dilatadas sesiones que ambos sostuvieron durante la realización del retrato de Lord por Giacometti.

Este retrato de los acontecimientos que acompañaron el desembarco del llamado día D, gira de manera obsesiva en torno a una figura emblemática. Winston Leonard Spencer Churchill, uno de esos personajes británicos, al estilo de Enrique VIII, que provocan una suerte de estupor y estremecimiento.

En el último segundo, como ocurre con otras muchas películas edificadas sobre cimientos “basados en hechos reales”, Aisling Walsh cede a una tentación fatal. Muestra unos relámpagos de la verdadera Maudie, la que inspiró este filme al que Sally Hawkins le confía sus mejores talentos, sin conseguir jamás eludir el lastre de la impostura.

En su traducción al español, este filme de presupuesto flaco y alcance largo, ha mutado el sentido de su título. De “Sal” o cualquier otro sinónimo que implique el “consejo” imperativo de huir; se ha pasado a “Déjame salir”. Es decir, se produce un giro sustancial que va de la orden al ruego, del mando al por favor, del aviso de un observador activo a la súplica de un atrapado apesadumbrado.

Hace apenas unos años, Stefan Zweig era un escritor olvidado. Sólo algunos cinéfilos, gracias a Carta de una desconocida de Ophüls, y lectores muy versados lo tenían en mente. Ahora, sus obras se reeditan con fulgurante éxito y su figura, con el resquebrajamiento de Europa, ha crecido hasta constituirse en una suerte de símbolo melancólico que engarza las sombras de los años 30 con las incertidumbres de nuestro tiempo.