De la capacidad como directora de Greta Gerwig, actriz estadounidense de ascendencia alemana, tuvimos noticia cuando hace dos años presentó “Lady Bird”, un “mumblecore”, un retrato juvenil, que tenía en Saoirse Ronan a esa intérprete en estado de gracia capaz de sublimar el papel que se le ha otorgado.

Las crónicas periodísticas publicadas en los primeros momentos decían que esta adaptación cinematográfica de “Cats” era “cat/astrófica”, y decía bien. Esta era una de esas decenas de juegos retóricos con los que se ha buscado provocar la hilaridad para recompensar a quienes han sufrido las consecuencias de haberla visto.

Una y otra vez, de manera más o menos explícita, todos los protagonistas, en este filme atípico, se cuestionan por la verdad. Bien mirado, esa interrogación se debe a la pregunta natural de un narrador dedicado a cuestionarse la verosimilitud de sus historias.

Hacia el minuto 18 se produce uno de esos incidentes que condiciona la existencia de quien lo vive. Se trata de un abrazo letal. Para entonces, el segundo largometraje de Kantemir Balagov ya ha presentado el contexto: Leningrado, 1945. En él se nos ilumina cómo la amenaza nazi se ha esfumado. Apenas es sombra de ausencia.

En 1995, cuando Joe Johnston, con la complicidad de Robin Williams, presentaba con enorme éxito el primer “Jumanji”, sabía que partía de un buen relato y que tenía a su servicio a un excelente plantel, con el citado Williams a la cabeza. La semilla original había que buscarla algunos años antes, en 1981, cuando Chris Van Allsburg presentó un pequeño relato infantil con el que ganó uno de los más prestigiosos premios de novela ilustrada.

El saber popular no se cansa de repetirlo, de buenas intenciones el infierno se llena. Ese averno está tan lleno de ellas como lo estuvieron hace unos años los videoclubs, y hoy las plataformas, de malas películas que creyeron que estaban haciendo algo decente. La decencia, en este caso, se reviste de reflexión sobre los otros, sobre la población emigrante en la Francia del bienestar.

Le hubiera bastado (y le hubiera salvado) a Alice Winocour con concluir su película antes del inicio de la cuarentena previa al lanzamiento de “Proxima”, nombre de la operación espacial de la que forma parte su protagonista, para haber firmado una buena película. De haber sido así, ahora estaríamos ante uno de los mejores textos sobre el peaje que cada día, en cada circunstancia, paga la mujer por ser mujer en un mundo de patriarcas.

Entre el principio y el final de “El joven Ahmed” se alberga y se describe un proceso criminal y envilecedor. Un periplo sin sentido en el que, como se cuestionaba Hannah Arendt (1906-1975) al interrogarse por el fanatismo nazi, se impone “la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.