La misma usura empresarial e idéntico hambre de beneficios que sostenían a “Bohemian Rapsody” asisten a “Rocketman”, con el anhelo de llegar todavía algo más lejos. De ganar más. De hecho, digamos que, de partida, ya se habían desbrozado los tropiezos que arañaron el origen del filme sobre Queen. Como es sabido, “Bohemian Rapsody” comenzó bajo la dirección de Bryan Singer, un profesional de cuajo y mirada, con trayectoria algo errática y desconcertante, pero hacedor de títulos cuando menos notables. A los tres meses, el autor de “Sospechosos habituales”, “Verano de corrupción” y la casi totalidad y mejor parte de las entregas de los “X Men”, fue fulminantemente despedido.

A veces la excelencia interpretativa de una potente actriz como Juliette Binoche se convierte en un handicap de difícil soslayo. Binoche no es una profesional fácil. En su camino ha encarnado personajes antipáticos, pretenciosos y banales, pero los ha interpretado dando todo lo que lleva dentro -es mucho- y todo lo que se le pide desde la dirección.

La ceniza que da título a este filme proviene de un volcán que se repite de manera simbólica a lo largo del relato. De hecho, los principales escenarios de “La ceniza es el blanco más puro” reinciden y reaparecen una, dos e incluso tres veces como un epitafio funesto. Todo permanece pero nada es lo mismo. En el caso del volcán citado, su imponente presencia, una forma piramidal sólidamente estable por fuera, supuestamente devorada por el fuego en su interior, prende y transmite a su argumento un presagio no tanto de muerte como de fugacidad.

Presidido por un aire de turbio extrañamiento, “La última lección” trata de descifrar el tembloroso palpitar de la brújula del presente. ¿Dónde está el norte, cuando el norte se deshace por el cambio climático y la corrosiva acción de una humanidad en crisis preludia su Armagedón? Con el acento puesto en esta ambiciosa e inabarcable cuestión, Sébastien Marnier se apropia y adapta a su universo la novela “La hora de la salida” (2002), de Christophe Dufossé.

Neil Jordan, como Verhoeven y Herzog, por citar otros veteranos europeos enredados por EE.UU. y curtidos en una cinematografía trashumante y transterrada, lleva muchas películas y muchos sobresaltos a cuestas como para pensar la tontería de que uno vale lo que recauda su último trabajo. Este irlandés que atravesó el final del siglo XX desplegando un repertorio tan brillante como desconcertante, “En compañía de lobos” (1984) “, Mona Lisa” (1986), “El hotel de los fantasmas (1988), “Juego de lágrimas” (1992), “Entrevista con el vampiro” (1994) y “Michael Collins” (1996) no pudo, quiso o supo mantener el tipo a lo largo del siglo XXI.