El título castellanizado desvela, más que su título original, quizás un deseo de transparentar su argumento. Cómo acabar con tu jefe (2011), la entrega anterior, mostraba las idas y venidas de tres sujetos a quienes, por una u otra razón, les resultaban insoportables, odiosos y hasta asesinables los directores de sus trabajos. El triple protagonismo masculino, asumido por la combinación Jason Bateman, Jason Sudeikis y Charlie Day, no ocultaba el deseo de navegar a rebufo de la línea de éxito de esas llamadas nuevas comedias americanas tipo Resacón en Las Vegas.

Aquí había un gran tema y con él y para él se había escrito un guión poderoso. Hace tres años que se hablaba de él como de algo notable. Ciertamente estamos ante un territorio en cuya cúspide, reina un personaje complejo y singular: Alan Turing; un matemático superdotado, un criptoanalista brillante y uno de los padres fundacionales de la informática. Y también, una mente prodigiosa asfixiada por los prejuicios de su tiempo.

La prosa cinematográfica de Andrey Zvyagintsev es limpia, austera, precisa. Pura orfebrería emocional hecha de rigor y dolor. Con ella se balancea la herida siempre abierta de eso que se ha dado en llamar el alma rusa. Algo difícil de perfilar porque se trata de un concepto complicado de definir. Algo que, cuando emerge en una obra artística, da igual que sea literaria, audiovisual, teatral o plástica, impone la evidencia de una naturaleza incuestionable.

Evitaré la innecesaria referencia a la dimensión de actriz-estrella de la mujer responsable de este filme, Angelina Jolie. No viene a cuento. Construida a partir del relato de un personaje que evitó echarse a perder en su juventud gracias al atletismo, protagonista de una proeza en los juegos olímpicos de la Alemania nazi y superviviente de un infierno en la segunda guerra mundial, Invencible ofrece una especie de tres en uno.

Hubo un tiempo en el que la presencia de Tim Burton al frente de un proyecto era garantía de heterodoxia, de riesgo, de originalidad. Eran años de inventiva y mordacidad. Daba igual el género que la historia, Burton se las ingeniaba siempre para imprimir un sello singular y reconocible. En sus manos, un cuento tradicional como Sleepy Hollow; una apropiación más o menos impostada de un icono como el monstruo de Frankenstein, Eduardo Manostijeras; o un biopic maquillado como un ensayo sobre la genialidad y/o la locura, Ed Wood, daban lugar a filmes inolvidables, rebosantes de ideas propias, vibrantes y arrebatados.