La jota, la familia y el ministro ausente
Desde los tiempos del cine clásico de aventuras, el que impuso Hollywood al resto del mundo, se sabe que una película será tan grande como lo sea su villano. En el enemigo, o sea en el monstruo y su horror, se forja la valía del héroe. Así que, según este principio, los Goya 2014 carecieron de esplendor porque el malo de la película, no debería haber sido ni figurante. Para empeorar las cosas no había entre los escogidos muchas obras inolvidables, ni hubo en la noche de gala nada reseñable, salvo el aburrido desfile de vestidos largos y bostezos cortos.
Todo en la noche del domingo al lunes se hizo confuso, anodino y previsible como su máximo responsable y sin embargo, enemigo, el señor ausente José Ignacio Wert. Un mal villano para una pobre y ridícula representación.
La incomparecencia del ministro tóxico, al que casi todos aludieron pero ninguno pudo ver, marcó el común denominador de la mayor parte de las referencias. A veces fueron directas y abruptas, otras tuvieron el cuidado de nadar y guardar la ropa, (qué hábiles son algunos), pero todas cayeron en el territorio que quiso establecer el ministro: en su desplante.
Era tan fácil criticar su patética huida que nadie reparó en la verdadera gravedad del estado de la cuestión; lo importante no era que Wert estuviera o no en la fiesta del cine español, lo preocupante es que no había mucho cine que celebrar tras un año aciago al que, sin duda, nada ayudaron las políticas aplicadas por el actual gobierno.
Tan solo el presidente de la Academia del Cine, Enrique González Macho, en un discurso con aromas a despedida, tocó de soslayo la cuestión de la crisis. Pero González Macho, exhibidor como es de la cosa del cine, hablaba más de dinero que de calidad, talento y contenidos. Y aunque calificó de acto heroico el hecho de hacer cine en el estado español, uno sospecha que lo verdaderamente encomiable es mantener la dignidad en un estado embrutecido, demagógico, corrupto y débil, un país adocenado por el dinero, desorientado por el pesimismo, abrumado por la mentira y corroído por el cinismo. Si a esa actitud de dignidad se le aplican talento, trabajo, honestidad, independencia y compromiso, algún día se hará un cine grande e incluso será premiado.
La ceremonia presentada por Manel Fuentes no tuvo por esa parte mayores logros y debilidades que las que en años anteriores coordinaron Buenafuente y Eva Hache. Salvó la papeleta con apuros. Pésimo el número de baile y la poca brevedad de los agradecimientos.
Pero no hay que engañarse, lo decisivo de este acto, el desvelar quienes eran los premiados, carecía de interés porque había poca, muy poca incertidumbre y ninguna pasión en la cosecha del año. Una vez más, la Academia, dominada por unas pocas familias que se perpetúan a través de los años, insistió en su vocación endogámica.
No había mucho donde elegir y en lo que se eligió y premió no hubo ningún riesgo. Tampoco hubo sorpresas, ganaron los que ya se esperaba que ganasen, a quienes no hay que quitarles méritos. Aunque, dicho sea de paso, en algunas categorías la parrilla de nominados marcaba con precisión de escalofrío la pobreza del estado de la cuestión.
Tampoco los agradecimientos fueron remarcables. Tanto recuerdo a papá, mamá, a la esposa, al marido y los hijos, tanto afecto por los productores y los compañeros, tanto decir nombres privados que a nadie interesan salvo a ellos mismos y tan poco o nada que aportar sobre el sentido y el significado del trabajo premiado. Ese capítulo empezó mal con el premio a Javier  Pereira, quien se alargó hasta el empalago, mientras que Aura Garrido, verdadero sostén de Stockholm, se fue de vacío.
Luego se alcanzó la apoteosis del sin sentido con el Goya honorífico de Jaime de Armiñán. ¿Qué mensaje cifrado se encuentra en los refajos de su relato de los dos aragoneses que en el París de la posguerra bailaban una jota en medio de los abucheos de soldados americanos, australianos y canadienses? Misterio.
Y lo peor es que escribir estas crónicas sobre la ceremonia del Goya corre el mismo peligro que la ceremonia: repetirse en un bucle absurdo.
Así que resumamos; el triunfo de Alex de la Iglesia por sus brujas “de Zugarramundi”, llegaron a decir, en los premios técnicos, y de David Trueba y su homenaje al maestro de inglés en los artísticos, fueron muy similares: el poder de la familia y la ayuda de los amigos.
Lo reiteró el propio David Trueba que es listo y lo tiene claro: él hace cine con “su” familia porque en su seno se encuentra muy a gusto. No le faltan razones, pero entre familiares y amigos, jotas incomprensibles y ministros que no hacen su trabajo, el Goya y sus premiados dibujaron un año triste.
En un panorama de mucha comedia y pocas risas, el rigor sin adornos de La herida, la coherencia sin dinero de Stockholm y los vértigos arrebatados de Caníbal, marcan unos Goya en los que faltaron algunos buenos títulos demasiado jóvenes para crear familia, demasiado bizarros como para asumir el juego de los intereses creados. Unos y otros marcarán el futuro. No así el ministro Wert a quien, sin duda, Rajoy le debe otra por su saber no estar donde debía haber estado.
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