Todo se reduce a un interrogatorio. De hecho, lo que llamamos guión literario no es sino la transcripción, con las tachaduras pertinentes que protegen «el secreto de estado», del interrogatorio real que sufrió Reality Winner el 3 de junio de 2017 por un grupo de agentes del FBI.
Filmado como si fuera una escena de fantasmas, “Todos somos Jane” se abre en medio de una gala social en Chicago. Arranca con un fundido en negro y con la voz en off de algunas proclamas. No cuesta trabajo percibir que se trata de una fiesta convencional de discursos protocolarios y espejo de vanidades.
Los nazis, con sus campos de exterminio, representaron la máxima ignominia del ser humano. Nunca la humanidad se había envilecido tanto. Pero fue EE.UU. con sus dos bombas atómicas lanzadas sobre dos poblaciones indefensas, Hiroshima y Nagasaki, quien entreabrió la puerta a la ira de dios, suya fue la hora del apocalipsis; la acción más sanguinaria realizada jamás por nadie.
Todo en “Barbie” se comporta con el disfraz de lo equívoco. De sus casi dos horas, permanecerá para la mayor parte del público esa estética rosa de chicle y azúcar de caramelo, una facilona exaltación al empoderamiento femenino y una conclusión paradójica.
Precedido por un corto de 8 minutos protagonizado por Carl y Dug, dos de los protagonistas de «Up», “Elemental” se muestra como un proyecto híbrido y algo cansado en un tiempo en el que la amenaza de la Inteligencia artificial lo empaña todo.
Cuando se estrenó el primer Indiana Jones en 1981, el que iba “En busca del Arca Perdida”, el arqueólogo Mr. Jones, tenía 37 años. La acción del filme transcurría en el triste tiempo de 1936 y el actor, Harrison Ford, nacido el 13 de julio de 1942, había cumplido en el momento del rodaje los 38 años.
Como la última entrega de Indiana, la sangre que insufla vida a «Ruby» mucho sabe y mucho debe -del y al imperio- de George Lucas. Todo en «Ruby» desprende el olor inconfundible de lo hecho con palomitas multicolor, Coca Cola Zero y dinero a espuertas.
Sin ningún mal rollo, el filme de Gene Stupnitsky huele a banalidad, se sabe nada, parece conformarse con ser el resto de la miseria de lo que queda de aquel Hollywood que tuvo en los años 30, 40 e incluso en los 50, verdaderos virtuosos de la comedia.
Parafraseando a McLuhan, cabría decir que, con Wes Anderson, el estilo es el mensaje. Y si continuamos con ello, se podría aceptar que aquel error tipográfico que tuvieron los editores de McLuhan al confundir mensaje con masaje, cobra de nuevo un sentido esclarecedor al percibir la sensación de que, en efecto, en “Asteroid City” el mensaje no es sino un masaje de cromatismo feliz, pesadillas tan absurdas como desgarradoras y un desfile de estrellas que juega a deslumbrar al público con el nuevo disparate onírico de Wes Anderson.
El duelo sin sangre entre Marvel y DC, entre Disney y Warner empieza a mostrar síntomas budistas. No por su mística, sino por su obsesiva reiteración y copia. En esta pelea nadie pretende la originalidad. Nadie pierde tiempo en crear. Se trata de superar al otro a golpe de gigantismo circense.