Ópera prima de Kim Yong-hoon, “Nido de víboras” crece sobre los mejores precedentes de una de las cinematografías más en forma de los últimos años, la de Corea del Sur. Con esa lección bien aprendida, Kim Yong-hoon construye su nido a partir del camino abierto por cineastas como Park Chan-wook y Bong Joon-ho.

Tras la última conversación en la terraza de un cine entre el personaje que interpreta Kim Min-hee, actriz protagonista y compañera sentimental del director, Hong Sang-soo, y un antiguo novio en la ficción; se impone cuestionarse por el significado del título: “La mujer que escapó”.

Hace diez años Yeon Sang-ho dio un golpe de autoridad en el agitado y emergente panorama del cine de Corea del Sur. Digamos que hablamos de una cinematografía que, desde la última década del siglo pasado, desde que la parte de la península coreana no sujeta a la mordaza de acero asumió un proceso democrático liberado a la tutela militar, se ha situado en la cabeza del interés cinematográfico mundial.

Unos calcetines colgados, puestos a secar enfrente de un ventanuco de lo que se adivina es un semisótano, marcan el inicio y el final del salvaje periplo de unos protagonistas que caminan descalzos. La desnudez de los pies es un atributo extremo. Llevar los pies desvestidos, sin protección, es condición solo al alcance de quien no tiene nada que perder: los dioses y los desheredados. Los burgueses no, los burgueses llevan siempre los pies bien protegidos.

“El hotel a orillas del río” representa ese cine condenado a pasar de puntillas por las salas de cine, tras haber triunfado en todo festival por el que ha estado. Una paradoja que mide la temperatura cultural de nuestro tiempo. Su escaso éxito comercial es menos doloroso que la clamorosa evidencia del fracaso social al que ha llegado el sector de la exhibición cinematográfica y, sobre todo, el público.

Cuando la última llamarada de “Burning” se pierde en la distancia, segundos antes de que comiencen los créditos de clausura, empieza en el interior de cada espectador/a una sensación de desconcierto. ¿Qué es lo que se ha visto? Sin duda mucho más de lo que parece. Y, desde luego, lo que parece es mucho.

Casi merece recibir el reconocimiento de un subgénero ese cine que transita alrededor de las excelencias de la cocina. Hay tantas películas en torno a los chamanes del siglo XXI, esos genios del menú a la carta que han sustituido a intelectuales y artistas a golpe de estrellas Michelín, que incluso el Zinemaldia las celebra bajo la etiqueta “culinary zinema”. Se trata de una sección en donde el relato cinematográfico siempre sufre una devaluación, en favor de exaltar los prodigios de la cocina.

Hace un par de años, Yeon Sang-ho se puso a seguir el camino abierto por autores ya consolidados como Park Chan-wook, Bong Joon-ho, Kim Ki-duk y Kim Jee Woon. Sang-ho hacía con el cine de animación lo que sus hermanos mayores habían conseguido con las películas que algunos llaman de carne y hueso.

Al menos una gran lección muestra esta adaptación norteamericana del Oldboy coreano. La de certificar la enorme diferencia que existe entre un autor grande y un copista pequeño. Poco importa que el copista se llame Spike Lee y en los años 80 fuera uno de los abanderados del llamado nuevo cine neoyorquino.