Aunque algunas personas huyen del cine fantástico y consideran el terror como un territorio solo visitable por raros, cinéfagos y freakies, le es dado al cine que transita por esa senda adentrarse allí donde solo pueden hacerlo las obras que no temen perderse.

A veces, más allá de la curiosidad, empatía o interés que provoca el relato que habita en su interior, aparecen películas que se imponen por la solidez de su facturación; por su humilde armonía; por el encaje de todos los ingredientes que la constituyen. Suelen ser películas sin vitola de favoritas, sin despliegues publicitarios, sin grandes premios ni reclamos de glamour.

Dibujado con fervor de geómetra y obediencia fordiana, “Sweet Country” pronto evidencia que de dulce nada tiene. Al contrario, su historia duele por amarga. Todo en este filme rezuma polvo y sequedad. Como los aborígenes que se pasean como fantasmas desterrados de su patria.

Babadook sorprende por la claridad de sus ideas, por el sólido acervo de sus referentes y por la impagable interpretación de su principal protagonista, Essie Davis. Una mirada superficial la etiquetaría como cine de terror al uso, carne de video-club por más que ahora no haya vídeos ni nadie alquile nada.

Todo evoluciona a golpe de simetría. Todo se mueve bajo el número dos. Dos amigas, dos maridos, dos hijos, dos nueras, dos nietas… puro artificio que escribió Doris Lessing cuando había cumplido 84 años, es decir, lejos en el tiempo de su período más ilustre como escritora por más que fuera entonces, tres años después, cuando recibió el Nobel de Literatura en una decisión que levantó voces críticas.