El metaverso todo lo impregna, todo lo justifica, todo lo traga. Cree en él Mark Zuckerberg, el factótum de Facebook, uno de los dueños del mundo. Se sabe que en el metaverso y los mil y un avatar, ha puesto toda su fortuna. Y como hay muchos intereses en juego y es mucho lo que se juega, la industria del espectáculo secunda con fervor lo que se supone va a ser el mundo que está por llegar.

Al menos tres factores resultan determinantes para desvelar lo que “El último duelo” recorre en sus tres actos. Uno, claro está, responde al nombre de su director, Ridley Scott, un cineasta irregular, autor de piezas fundamentales con las que se ha forjado el imaginario de los últimos cuarenta años.

Zhang Yimou carga con el peso de la cruz de la “Quinta Generación”. Fue aquella, una camada de profesionales del cine crecida en plena revolución cultural. La del último delirio de Mao, la que sospechaba de todo atisbo de intelectualidad y condenaba a campos de trabajo a quienes no provenían del mundo rural.

La última frase de este filme épico de estructura de sierra y relatos esquinados, tiene lugar cuando los créditos certifican su ocaso. Algunos espectadores con urgencia se la perderán irremediablemente porque se pronuncia cuando la historia ya ha concluido. La frase sale de los labios de Tony Leung, un actor que para Wong Kar-wai tiene mucho de alter ego.

Para los sectores más ortodoxos de la cultura japonesa, el sacrificio de los 47 Ronin, samuráis sin shogun, supone la quintaesencia del valor y el honor; un modelo sublime de lo que la tradición impone. En el neo-Tokio del siglo XXI, en algunas calles y en algunas camisetas, un lema se repite: “no seas estúpido, no hagas el Ronin”.