Angela Schanelec muestra sus credenciales desde el plano de apertura. En el minuto uno, ya intuimos lo que aquí nos aguarda. Schanelec ha decidido seguir las huellas de Bresson con la misma actitud con la que los primeros cristianos abrazaban el martirio, dispuestos a dejarse la vida; decididos a no desviarse ni un ápice de las lecciones de su maestro.

Al otro lado del muro se adentra en la Alemania de la esquizofrenia, la que se rompió en dos. Se ocupa de un tiempo yermo, el del final de los años 70. Diez años antes, la esperanza de una transformación había sido devorada por la fuerza del ejército. Diez años antes, decenas de primaveras en medio mundo supieron del horror del poder y de su impermeabilidad a toda idea de cambio.
Argumentalmente lo que pone en imágenes este filme, con un prólogo apoyado en una elipsis de tres años y resuelto con un mismo plano fijo de un edificio sin personalidad ni relevancia, es la odisea de Nelly.

Cabeza visible y probablemente el mejor director del pujante cine francés de terror que amaneció con el nuevo siglo XXI, Alexandre Aja se enfrenta en Horns a su proyecto más complejo, más arrebatado. Este argumento en una industria como la española jamás se hubiera realizado.

Canet, actor antes que director, empieza este thriller de ecos clásicos y refuerzos modernos, con un guiño al cineasta de la posmodernidad. Todo despega en una habitación con olor a cerrado. Un tema destilado de un vinilo mete tensión y ruido. Uno de los tres personajes, inequívocamente peligrosos, cuenta un viejo chiste al estilo Tarantino. Y al estilo Tarantino, con sangre y disparos, empieza un filme que pronto cambiará de tono en busca del talento del coguionista.

El éxito nubla la mente y la ambición, destruye el talento. De lo segundo, de talento, mejor no hablar porque en Samba brilla por su ausencia. Pero fue el caso que Eric Toledano y Olivier Nakache arrasaron con Intocable, un filme que se ganó al público conjugando dos verbos de eficacia probada.

Puede que para el público ajeno al mundo del anime Capitán Harlock solo sea uno más de esos japonesismos extraños, descendientes de Heidi y propios de un submundo habitado por otakus y freakies occidentales. Para los iniciados, Harlock es un clásico, un referente icónico lleno de reverberaciones.

Bajo el disfraz de una obra de época, bien fotografiada, mejor interpretada e inteligentemente escrita, respira un filme notable que se interna en el resbaladizo territorio de la condición de la mujer en el pasado (pura melancolía del presente) para engarzar dos condiciones de agresión: la de género y la de raza.

Mil veces buenas noches comienza y termina en idéntico escenario, Kabul, aunque con una sustancial diferencia. En uno y otro caso, ese ritual por el que dos bombas humanas proceden a cargarse de explosivos para morir matando, es recogido con muy diferente actitud por la misma reportera (Juliette Binoche) en un proceso del que cabría debatir hasta qué punto la presunta objetividad de la cámara inmuniza a quien la maneja de las consecuencias del acto que está captando.

Precedida por Once (2007), un insólito filme convertido en pieza de iniciación para quienes ahora se adentran en la treintena, Begin Again trata de no defraudar la creencia de que John Carney está llamado a rescatar el género musical del apartheid al que el tiempo del descreimiento digital había condenado.

Dentro de mes y medio, un filme titulado como éste, El protector inaugurará el festival de Donosti y servirá para que Denzel Washington acuda a cumplimentar la necesaria aportación de glamour y lujo que reclama el Zinemaldi. Esa coincidencia, hay otras muchas películas con el mismo título, subraya el agotamiento absoluto del cine comercial.