Con Prisioneros, su director Denis Villeneuve evidencia lo que en Enemy se intuía, que es un director de escasos recursos y ningún interés.
Que vuelva Lobezno
Se enciende la pantalla. Un bosque nevado. Entre el laberinto de troncos, de la parte izquierda emerge una figura que no se distingue a primera vista tapada por los árboles. Se oye un padrenuestro. Grave, solemne, funerario. Conforme la figura se muestra y se distingue que se trata de un ciervo, hasta el último espectador en entrar que todavía juguetea con su móvil, presumiblemente para desconectarlo, sabe lo que va a pasar. Se abre el plano, el ciervo ocupa el centro vigilado por un cañón de escopeta y, frente a él, dos cazadores al acecho. No hay misterio, ni siquiera sorpresa. Cuando resuena estruendosamente el disparo a nadie coge desprevenido. Lo que viene a continuación es lo que indica su título. Durante 153 interminables minutos, le sobran al menos 73, el público permanece cautivo de un thriller rutinario, una incursión que parte de precedentes ilustres que van de El silencio de los corderos a Seven pero que, a fuerza de imitar sin entender, resulta anodina, insustancial,… una total pérdida de tiempo.
Su presencia en el festival dentro de la programación especial tiene un pretexto: acompañar a su coprotagonista, Hugh Jackman en la entrega del reconocimiento a tan “extraordinaria” trayectoria. Dar un contrapunto dorado al mejor hombre lobo del siglo XXI. Los del XX fueron más discretos, con menos glamour, eran distintos.
Prisioneros llegó avalada por el éxito en su país de origen, algo que certifica que hay éxitos de los que es conveniente abstenerse. Pero su presencia en el Zinemaldia tuvo una consecuencia peor, ratificar algo que hace apenas siete días ya se dijo en estas mismas páginas, que su realizador, Denis Villeneuve, presente en la sección oficial a concurso con Enemy, está lejos, muy lejos de esos modelos a los que pretende imitar.
Ciertamente a la vista de los primeros treinta minutos, cabía esperar una incursión comercial en el género, no en la línea de Lynch o Fincher, pero sí en la del Robert Zemeckis de Lo que la verdad esconde. O sea, corrección formal y solvencia en el oficio. Sin embargo, la actitud que Denis Villeneuve mantiene con el género es la de un diletante que juega a ser autor. Si en Enemy el disfraz de su impostura arácnida aguanta el tipo hasta la mitad de su duración, aquí todo termina cuando se comprende que el rigor y el resultado la llevará directamente al estante donde se encuentran títulos como El coleccionista de huesos. Es decir, a las copias de, a los sucedáneos edulcorados para toda la familia, a la sesión de tarde.
De no ser por el premio Donostia jamás hubiera alcanzado el derecho a estar en este festival. Su relato sobre la desaparición de dos niñas da lugar a un recital de despropósitos. Lo grave no es que Denis Villeneuve  cree un puzzle con pistas falsas, sino que su filme se empape de ideología neurótica empañada en justificar la tortura, el secuestro, el miedo.
En una de las escenas claves del filme, discuten los dos padres de las niñas secuestradas sobre el derecho a maltratar al sospechoso, un adolescente con evidencias de cierta torpeza mental. Con un tratamiento de la violencia copiado, pero no entendido, al cine coreano, el devenir de los hechos legitima ese pequeño Guantánamo civil que Lobezno idea para obtener a costa de lo que sea, la llave para encontrar a su hija. Terrorífico.
Ante él, un consejo. “Espera lo mejor y prepárate para lo peor” se repite en el  filme. Pues bien, con él, lo peor está garantizado.
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