Memento Mori
Título Original: AMOUR Dirección y guión:  Michael Haneke Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert , Alexandre Tharaud y William Shimell   Nacionalidad:   Francia, Austria y Alemania. 2012   Duración: 127 minutos ESTRENO: Enero 2013

Desde la primera secuencia, o más exactamente, en la primera secuencia, Haneke muestra el final de su película; la muerte. El veterano combatiente de la lucidez, un saboteador de esa falsa felicidad que impone el modelo del happy end hollywoodense, ha llegado más lejos que nunca. Albacea de las enseñanzas de Bertolt Brecht, o sea, activista por la consciencia del espectador, Haneke no ha cambiado ni una sola coma de su ideario de cineasta. Ese ideario levanta ampollas y provoca rechazos tan exacerbados como las adhesiones que concita una filmografía tan respetuosa con la inteligencia como displicente con la banalidad. Llevamos tanto tiempo consumiendo naderías que la sola mención del nombre de Haneke estremece. 
El camino de Haneke se desarrolla allí donde Dreyer y Bergman levantaron esos enormes templos del saber humano que son sus mejores películas. O si se prefiere, esos interrogantes totémicos cuya visión hace germinar una sensación de vértigo ante la incertidumbre de lo que somos. Ese lo que somos, mezcla desequilibrada de lo que fuimos y hacia donde iremos, impone en Haneke una armonía solemne, dramática y, sin embargo, fascinante en su dolor y emocionante en su patetismo. Y en esa partitura vibra la melodía que Haneke mejor domina.
Amor obedece a lo que deletrea su título. Haneke, que lleva años diseccionando las psicopatías sociales, que retrata como nadie la angustia del europeo medio, el burgués culto y acomodado en un mundo azotado por el desarraigo, la mala conciencia, los fantasmas del nazismo y la pesadilla de la violencia, cambia de dirección la cámara y en lugar de escrutar hacia afuera se asoma al interior. A ese destino que nos aguarda si llegamos a la edad de la ancianidad.
La cinta blanca arrancaba su relato en 1913; Amor acontece justo un siglo después. En ambos casos, su esencia es tan significativamente europea como lo son la música de Bach, el pensamiento de Nietzsche, la pintura de Cézanne y el cine de Buñuel. En algún modo, si se reflexiona sobre ello, se comprende que lo que cuenta Amor, con un final no explicitado del todo, se ve atravesado por el espíritu de todos ellos. Más que un réquiem, Haneke entona una cantata, una misa de pasión, aquella por la que un hombre encara la muerte en un gesto del que muchos han visto ecos del hacer del Eastwood de Million Dollar Baby. Es cierto. Hay una semejanza argumental, un reflejo convergente ante la eutanasia; pero ahí acaba su afinidad. 
Formalmente Haneke construye su filme con una cámara clavada en el suelo. Como cineasta hace lo contrario que Lars von Trier. Haneke prefiere practicar una rigurosa esencialidad denotativa. Nada es mecido por el azar. Nada se abisma hacia la exuberancia. Su filme se abre con la apertura rugiente, violenta, de la entrada de una vivienda ¿sepulcral? ¿No hay acaso algo ancestral en esa puerta sellada como una tumba faraónica? Luego, tras ese prólogo, Haneke sitúa al espectador frente a un patio de butacas, un espejo que nos recuerda que lo que veremos podría ser nuestra propia historia. Lo demás es un proceso sacrificial. La música, cuando suena, siempre diegética, se interrumpe con quejidos. No hay contrapunto ni concesión al edulcoramiento. Solo tres caídas, tres interrupciones de lo real. Una por la pesadilla, otra, por el recuerdo/deseo y, finalmente, la última por un espejismo de alivio que nos reconforta porque, por vez primera, Haneke duda y muestra piedad. Son tres rasgaduras de fantasía para dar aire a  un telón de hondo existencialismo. Un fresco supurante que narra cómo la vida se deshace y cómo los gestos sacrificiales aportan un alivio decisivo cuando lo son por amor.
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