Los filmes de Pablo Berger y Ben Affleck mantienen un notable tono medio

Cuentos que no lo son y 
farsas que esconden algo muy serio

Un cuento torero más perverso de lo que parece y un thriller político menos inocente de lo que quisiera marcaron la segunda jornada del Zinemaldia. Los dos filmes, tanto la obra del bilbaíno Pablo Berger como la aventura del estadounidense Ben Affleck contribuyen con diversas armas y méritos a marcar un notable tono medio en esta sexagésima edición que ha arrancado con un decidido color norteamericano. Lo son los cinco premios Donostia (bueno, 4 y medio)  y lo han sido dos de las tres primeras películas a concurso. El arranque impone un decidido despliegue de barras y estrellas. Y es que el precio del rescate del glamour se paga en dólares, no en euros.

Hace unos años, Albert Serra dejaba noqueada a buena parte de la crítica y el público español con Honor de Cavallería (2006), un filme rugoso, errático y sugerente que, simplificando su esencia, nacía de una hipótesis. ¿Cómo hubieran sido de haber existido en la realidad Don Quijote y Sancho Panza? Serra despejaba su incógnita, o sea, introducía su cámara en la carne y el hueso de la leyenda y con ello dibujaba una respuesta. Alonso Quijano hubiera sido un viejo loco. Y Sancho, su escudero, un alelado, única manera de que alguien siga fielmente a un demente.
Berger aplica al cuento de Blancanieves de los hermanos Grimm una pregunta semejante pero un filtro distinto. Su película, segunda tras el rotundo debut de Torremolinos 73, (2003) responde a un delirio. ¿Cómo hubiera sido Blancanievessi en lugar de haber sido alumbrada en los bosques alemanes de Kassel, la ciudad de los hermanos Grimm, se hubiera ideado en el barrio de Triana, en pleno ambiente taurino, a comienzos del siglo XX?
Probablemente la semilla germinal de esta Blancanievespresidida por la madrastra Maribel Verdú, que en nada desmerece a las que protagonizaron Julia Roberts y Charlize Theron,  descansa en el recuerdo del espectáculo cómico taurino, El bombero torero. Por eso mismo, en el filme de Berger, como en el histórico festejo que culminaba las grandes ferias taurinas, se impone un extraño compás en el que se mezcla la crueldad con el humor; lo naif con lo corrupto.
Rodada en blanco y negro, con el nervio característico solo al alcance de  locomotoras como las que movían el Delicattesen de Jeunet y Caro o el Mortadelo y Filemón de Fesser, Berger derrocha tanta generosidad como desequilibrio. Cada plano, cada detalle, cada gesto, cada engarce son fruto de un tour de force desbordante; no es una película  sino un work of love.
Por otro lado a esta Blancanieves le perjudica su proximidad temporal con el éxito de The Artist, filme del que le separan muchas más cosas de las que le unen. El francés Hazanavicius se proponía rendir un homenaje al cine mudo. En ese sentido recreaba “a modo de”, filmaba como si…. Berger no intenta reproducir sino producir el hálito poético y la capacidad de fascinación que una vez tuvo el cine cuando el sonido no estaba sincronizado a la piel del celuloide. Y lo hace echando mano de todos los cuentos para pulsar el material de los símbolos: los sueños. Es mucha su ambición y son muchos sus logros. Su Blancanieveses pura coreografía: música, canto y movimiento en la que se incrusta un arrebatado e irregular vuelo que recorre multitud de referencias para seguir sobre todo el camino reabierto por el canadiense Guy Maddin. Y éste, Maddin, sí aparece como un modelo no superado por esta Blancanieves, pero merecedor de compartir un digno y discreto lugar a su lado.
Los rehenes de Irán

 El cine de Hollywood, y más cuando escoge a la CIA como trama principal, rara vez da puntada sin hilo. El hilo que aquí une la tricéfala naturaleza de Argo mira frontalmente al Irán de hoy con la excusa de relatar los polvos provocados en los años 50, recrear los barros producidos en el final de los 70 y con ellos, hacer perceptible el cenagal hacia el que camina el Irán de este momento.

Affleck, que como director ha mostrado una competencia plausible, Gone Baby gone(2007) y The Town (2010), se encuentra aquí con un material altamente inflamable. Lo que Affleck ilustra corresponde a la operación secreta impulsada por la CIA para liberar a cinco diplomáticos estadounidenses refugiados en la embajada canadiense al ser invadidos sus locales por los seguidores del imán Jomeini en 1979.
Al final del filme, en el segundo de los cinco finales encadenados que establece Affleck en un afán febril por cerrar todos los cabos y arrancar todos los aplausos, lo dicen los dos mejores personajes encarnados por Godman y Arkin, invirtiendo la frase original de Marx: la historia se repite primero como farsa y luego como tragedia. Se trata de un chiste, desde luego, pero también adquiere el tono de una temible premonición. Si aquello fue una farsa, ¿lo que vendrá, cómo acabará siendo?
Por lo demás, Affleck entreteje la comedia, lo que acontece en Hollywood, con la tragedia, lo que pasa en Teherán, para salpicar todo, y esto es lo más frágil del filme, con el problema familiar del principal protagonista encarnado por el propio Affleck. Si olvidamos o no miramos el folletín del padre separado con un niño al que apenas puede ver y nos quedamos con los divertidos y chispeantes diálogos sobre el cine y Hollywood o las impactantes recreaciones históricas del Irán de la revolución islámica, tenemos un excelente divertimento perfectamente facturado. Una inteligente y en muchos pasajes gozosa película con un material interior que provoca risas al tiempo que deposita estremecimientos.
Haneke se olvida del fuera de campo

 Y mientras en la sección oficial el nivel hace presagiar un mejor año, Haneke abría la sección perlas de Zabaltegi con Amour, el filme premiado en Cannes y que tiene en sus dos principales protagonistas un regalo de interpretación extraordinario.

Haneke, el más ácido y para algunos el más cruel e insufrible de los cineastas contemporáneos se asoma al último estadio de la vida, al escalón que separa la existencia de la muerte, en una sociedad europea amenazada por un progresivo envejecimiento. El autor de Funny games (1997 y 2007), levanta un fresco terminal y agónico en el que vemos a dos ancianos deshacerse en la nada en un terrible alegato lleno de oscuridad y elipsis. Sin embargo, Haneke, que evita la explicitud de la anécdota, opta por la recreación casi obscena del derrumbe mental y vital de uno de sus personajes.
Filmada con la autoridad que Haneke posee, Amour transmite la sensación de que el cineasta austriaco en lugar de acudir al fuera de campo tan decisivo en muchos de sus mejores trabajos, no ha encontrado la vía para ello por lo que ha optado por la evidencia, por mostrar los gritos y susurros, por hurgar en la herida abierta para cuestionar en voz alta el tema de la eutanasia y, con ella, la cuestión del suicidio asistido y/o ejecutado. Una pregunta se impone: ¿era necesario recrearse en la agonía o Haneke cree ahora que los espectadores no saben ser adultos?
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