Cantet y Trueba ponen a prueba 

su imaginario sobre la mujer
El lunes, con la amenaza de un viento huracanado, aguardaba en la sección oficial la presencia de dos pesos pesados bien conocidos por el festival donostiarra. Desde sus mismos orígenes ambos han estado estrechamente vinculados a San Sebastián. En el caso de Trueba, su historia, tormentosa e irregular, contempla incluso algunas anécdotas que se han convertido en leyenda. Para Laurent Cantet, esta ciudad siempre ha representado una cita plácida barnizada por un tono acogedor. Aquí debutó el autor de La clase y aquí presentó ayer su última película. En ambos casos se trata de propuestas que se ubican en esa zona intermedia que nos hacen sentir que no estamos ante sus mejores obras. Esto no significa que El artista y lamodelo y Foxfire carezcan de interés aunque, especialmente la de Trueba, presenta demasiadas dudas y desfallecimientos.
Dos curiosidades. Ambos han filmado en lenguas y países ajenos. El francés en EE.UU. y en inglés; el madrileño, en Francia y en francés. Cantet presenta un retrato de una mujer entre mujeres, iconoclasta y beligerante, feminista y revolucionaria. Fernando Trueba insiste en reiterar la imagen de la mujer como vasija sagrada para sueños masculinos. Elijan ustedes qué forma de convocar lo femenino les parece más digna y defendible. Por cierto, Trueba nació en 1955; Cantet, cinco años después.
Consultar la naturaleza
Lejos, por fortuna, del peor Trueba presente en El baile de la Victoria, El artista y la modelo, rodada en un deslumbrante blanco y negro, parece rescatar parcialmente del delirio a quien en otro tiempo fuera capaz de rodar filmes tan inquietantes como El sueño del mono loco y documentales tan heterodoxos como Mientras el cuerpo aguante. Pero eso es prehistoria y el Fernando Trueba que renació tras ganar en Hollywood lleva dos décadas aprisionado por el recuerdo del naufragio surgido tras abrazar el Oscar.
En la primera secuencia de El artista y la modelo, Trueba que ha coescrito el filme junto a Carrière, quien en otro tiempo sostuviera los guiones del Buñuel de sus últimas obras, dice todo lo que tiene que decir. En ella vemos cómo un anciano, que recorre un bosque, contempla los pequeños e infinitos detalles de la Naturaleza. Su atención se detiene en unas ramas retorcidas en las que se perciben abrazos imaginarios, en un nido vacío en el que late una alerta de muerte y en un cráneo de pájaro cuyaasimetría apenas es perceptible salvo si se la estudia en todas sus aristas.
Trueba lo explicita ahí sin musitar palabra alguna. El Arte debe alimentarse del tiempo necesario para percibir los misterios y la belleza de la existencia. Lo que viene a continuación, ubicado en los estertores de la ocupación nazi de Francia, con maquis que recorren los Pirineos y con refugiados que huyen de los campos de las playas de Argelés, reproduce un viejo tema espléndidamente tratado por el cine francés: la relación entre un escultor y su modelo. Trueba articula el filme en dos niveles. Uno corresponde obsesivamente al acercamiento progresivo que ambos personajes van a mantener y su tono reclama intimismo, introspección, profundidad. El otro, contribuye a ejercer un contrapeso gratuito y populista: niños con boina en la que se adivinan las etiquetas recién quitadas y una Chus Lampreave haciendo de Chus Lampreave.
Si se contempla El artista y la modelo como si se tratase de un filme sin pretensiones, será compensado por una visión cómoda en medio de un permanente ir y venir (en cueros) de su joven protagonista y un volver y revolver del veterano Rochefort con la pupila encendida. Si se aplica un mínimo de intensidad interrogadora a lo que Trueba propone, el filme se descompone por la epidérmica concepción de sus personajes. Trueba cosifica a la modelo, cuyas carcajadas provocan estupor y esclerotiza al artista obligándole a recitar ridículas y simplistas máximas sobre Dios, sobre el deseo, el sexo y la Historia. El guión introduce algunos curiosos personajes. El más ambiguo adquiere las galas de un oficial nazi biógrafo y estudioso de la vida y obra del artista. Su presencia y la actitud ante la guerra del escultor interpretado por Rochefort, quien denuncia los bombardeos de Roma por la aviación aliada porque no pensaron en Miguel Angel, serían motivo de un debate más pormenorizado fuera del alcance de esta crónica de urgencia.
Las llamas no son eternas

Más cohesionada pero con una indefinible falta de empatía en su núcleo interior aparece Foxfire, la película a concurso del autor de Recursos humanos que aquí, como en toda su filmografía anterior, lleva al observador de su cine a tener que rozarse con un dilema moral de compleja resolución.
El cine de Cantet hurga siempre en la dualidad del alma. Hace suya una duda moral y, para ello, cincela personajes ante cuya existencia resulta difícil sentirse liberado con juicios simplistas. Lo hizo con su opera prima con la que ganó el premio al mejor director novel en Donostia en 1999, y lo ha hecho con todas las demás películas. Una de las cualidades del cine de Cantet es que cuando se ve por segunda y tercera vez, la niebla que emana entre los intersticios de su argumento, lejos de disiparse se hace más y más densa.
En el cine de Cantet no hay buenos y malos, tan solo existen seres humanos cuya actuación moral puede ser más o menos justificable, más o menos comprensible, más o menos tolerable. En Foxfire, filme realizado tras la brillante trayectoria de La clase con la que ganó en Cannes, Cantet rueda en Norteamérica. El cineasta nacido en Melle, 1961, hace así un camino que en los años 80 siguieron otros cineastas europeos como Win Wenders.
Foxfire, construida sobre los rieles de una novela homónima de Joyce Carol Oates, ya adaptada al cine hace 16 años, despliega un relato sobre los EE.UU. en el final de los años 50. Con el pretexto de reconstruir las andanzas de un grupo de adolescentes, vírgenes justicieras en un país en el que el beat comenzaba a golpear en lo que sería el comienzo de una nueva era, Cantet crea su particular Rebelde sin causa.
La novedad consiste en que la banda y el jefe de la misma, al que Foxfirededica toda su atención, es absolutamente femenina. Con la presencia hegemónica de una joven inteligente y desplazada, hija de un padre alcohólico y cobarde; Cantet cortocircuita los procesos narrativos convencionales para fusionar lo coral con lo individual; lo realista y verosímil con lo alegórico e improbable.
Para ello, Cantet se coloca en una prudencial distancia desde donde observa a sus personajes, para hablar de unos EE.UU. en donde la cuestión que identifica a republicanos y socialistas, a hombres y mujeres, a blancos y negros, a adultos y adolescentes es la fe. Fe en Dios, en la patria, en la hermandad, en el género, en la raza… Demasiada fe para un mundo que al final sostiene tan escasas convicciones, parece decir la historia de Cantet.
O si se quiere ver así, demasiada llama para un filme que mientras dura su proyección provoca una sensación de extrañamiento y cuya guinda se condensa en su último plano; una enigmática y desconcertante fotografía. Hasta llegar allí, Cantet se preocupa de desabrochar su aventura dejando todos los cabos sueltos que le es posible, con muchos personajes sin pulir, con muchos paisajes sin delimitar… demasiadas sombras que obligan a regresar a las brasas que quedan tras quemarse con el fuego que devora su película.
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