Poca pasión, mucha compasión
Titulo Original: CANCION DE KATMANDU Dirección: Icíar Bollaín Guión: Icíar Bollaín; con la colaboración de Paul Laverty Intérpretes: Verónica Echegui, Sumyata Battarai y Norbu Tsering Gurung Nacionalidad: España. 2011 Duración: 104 minutos ESTRENO: Febrero 2012
La trayectoria cinematográfica de Icíar Bollaín presenta preocupantes síntomas de anorexia creativa. Cuanto más evidente se hace el buenismo de sus películas, más se empobrece su capacidad narrativa y, al mismo tiempo, más titubea ese pulso vigoroso para la dirección de actores que mantuvo en pie piezas de débil estructura pero de absoluta pertinencia. Lo que es una lástima, porque profesionalmente Bollaín mantiene con su oficio una relación rigurosa. Su trayectoria no admite dudas. Actriz antes que directora, Icíar Bollaín arrancó con frescura y humor con Hola, ¿estás sola?, para alcanzar una serena plenitud en Te doy mis ojos. Con Mataharis, su escritura empezó a mostrar señales de cierto agotamiento y con También la lluvia, una huida hacia adelante, para hacer cine que habla de cine con un discurso político sobre lo político, aunque los altibajos eran tantos como los puntos de interés, Bollaín aportaba alta calidad interpretativa en sus actores y éstos evitaban el desmoronamiento.
Irse al Nepal para mostrar un espejo sin reflejos, o sea un cine sin actores, ha sido un suicidio. Armada por la convicción de que el contenido de su relato, la experiencia más o menos fidedigna de Victoria Subirana, ofrecía una palanca para concienciar al mundo sobre la necesidad de ayudar a los niños del tercer mundo, Bollaín reemplaza la pasión por la compasión apagando la llama que insufla la verdad de un texto artístico.
Sin apenas actores y con los que lo son, como Verónica Echegui, rozando el ridículo, Bollaín es más Loach que Loach. No es ningún secreto que hay un antes y un después en Bollaín que coincide con su paso por Tierra y libertad, una experiencia dirigida por el director de Agenda oculta que supuso un sensible cambio en la actriz quien desde entonces comenzó a dirigir. Ese cambio, ahora más reforzado por su complicidad con Laverty, guionista de Loach, impone unos tics progresivamente más rígidos. Con ellos, su filme cultiva diálogos sonrojantes, personajes planos y postales de ONG caritativa. Cabría pedirle a la película más profundidad, más capacidad crítica, más verdad argumental y más compromiso. No lo hay. Y lo que hay es ingenuo, epidérmico y quizá, hasta ineficaz para ayudar a lo que defiende por su olor a rancio.
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