El perdón y la resignación, según el toque Payne
Título Original: THE DESCENDANTS Dirección: Alexander Payne Guión: Alexander Payne, Nat Faxon y Jim Rash Intérpretes: George Clooney, Judy Greer, Matthew Lillard, Beau Bridges y Shailene Woodley Nacionalidad: EE.UU. 2011 Duración: 110 minutos ESTRENO: Enero 2012
El desenlace de Los descendientes dibuja un arabesco en forma de interrogante. ¿Un final feliz? Depende de cómo lo quiera entender el espectador. De entrada parece obvio que conforma en su despedida una situación tan ilusionante como las que Wilder nos col(oc)aba en títulos como El apartamento. Dicho de otro modo, hay tanto optimismo aquí dentro como el que jalona los despedidas de las mejores epopeyas clásicas de John Ford y Akira Kurosawa. O sea, que Payne, después de acercarnos al fuego del infierno de la vida (conyugal), después de colocar un espejo deformante para radiografiar un campo de batalla doméstico, levanta un monumento al perdón. Se trata del epitafio apacible de quien, cansado de mirar hacia dentro, opta por observar en la pantalla de un televisor la apasionante vida del pingüino emperador. ¿Puede ser eso la felicidad?
Con Alexander Payne hay un extraordinario consenso. A fuerza de ser la voz que narra historias cotidianas en un tiempo de delirios psicóticos, se ha convertido en un cineasta singular, el extraño director que tiende un puente con el cine adulto e inteligente de los años 30 y 40 . A él se le deben las aplaudidas crónicas de nuestro tiempo extraordinariamente afiladas y desgarradoras, aunque ahora se olvide que cuando su segundo largometraje, Election, se presentó en la Seminci, pocos percibieron que aquello no era una estúpida comedia de adolescentes sino una devoradora lectura de la fragilidad del sistema democrático de los EE.UU. y la condición humana.
Tampoco muchos fueron conscientes de que la esperanza que mantenía ilusionado al personaje de Jack Nicholson en A propósito de Smith, era un trampantojo, un espejismo creado para aliviar la mala conciencia del hombre occidental que encuentra en la caridad una coartada a sus miserias próximas. Payne en Los descendientes insiste en esas señas de identidad. Este cineasta que estudió español en Salamanca y que parece haber recibido el bisturí perdido de los grandes diseccionadores del alma, repasa en el paraíso de Hawái, las tinieblas que enturbian la vida moderna.
Sus personajes pertenecen a la aristocracia isleña, a los herederos del imperio, a la plutocracia forjada de la mezcla de misioneros predicadores y reinas nativas. Esa es su fortuna en un tiempo de especulación y aburrimiento. Y en ese contexto, Payne hurga en las relaciones paterno-filiales, en los engaños de la pareja, en la rutina que mata y en la riqueza que atonta. Sin evocar el argumento, se han empeñado en destriparlo en todos los sitios, lo que Los descendientes muestra no es sino una galería de personajes poliédricos, con recovecos que supuran verdad, con interpretaciones que (con)mueven y con situaciones que reflejan esa sensación de que lo que allí pasa, se parece mucho a lo que realmente pasa.
En Los descendientes, como en todo el cine de Payne, se cartografía a fondo el paisaje y el paisanaje. Hay multitud de pequeños matices y hay un territorio que muta, nada es lo que parece y casi todo se proyecta desde una inteligente ambivalencia.Se diría que la conclusión final apunta hacia la resignación, esa y no otra es la clave central que atraviesa y une todo el cine de Payne. Una aceptación inteligente, serena y agridulce que parece asumir la volatilidad de los sentimientos y la vida.
Payne dibuja con rasgos de caricato destroyer a todos y cada uno de sus personajes. Ata lo ridículo a lo ejemplar, la sutileza al disparate y lo solemne a la ignominia. Un nudo ¿reaccionario?, ¿desesperanzado? imposible de desenmarañar pero en el que, en algún modo (¿el toque Payne?), consigue avistarse el misterio de la vida.
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