El baile de los espejismos
Título Original: THE PERFECT HOST Dirección: Nick Tomnay Guion: Nick Tomnay y Krisha Jones Intérpretes: David Hyde Pierce, Clayne Crawford, Nathaniel Parker, Helen Reddy, Meghan Perry, Joseph Will y Annie Campbell Nacionalidad: EE.UU. 2010 Duración: 89 minutos ESTRENO: Septiembre 2011

Desde el comienzo, desde el cartel que preludia y promete lo que El perfecto anfitrión lleva dentro, nos hace trampas este filme concebido no con tiralíneas sino con calculadora en mano y papel de calco. Esa imagen del cartel que invita a entrar al cine, nunca se verá dentro. ¿Estafa? Simplemente, indicio. Y es que aquí nada se debe a la verdad ni nada ofrece rastro alguno del roce del autor con su texto. Todo es artificio, constructo granquiñolesco al servicio del espectáculo. Los amantes del verosímil no deberían perder el tiempo. Ni los amantes del realismo. Ni los espectadores sensibles. Y sin embargo, El perfecto anfitrión ha recorrido festivales con éxito, le llueven premios, incluido el del público, y a buen seguro que le saldrán imitadores. Es de suponer que no habrá ningún problema por imitar a quien ha imitado. Porque esa es la cuestión decisiva en la sensación de engaño que provoca este filme, que Nick Tomnay, coguionista y director, ha echado mano de referentes reconocibles por más que estos sean en buena medida y sobre todo de origen asiático.
Hay un factor fundamental, además de esa labor de saqueo que acude al cine coreano de la crueldad y lo hiperbólico para afilar sus armas: la presencia de David Hyde Pierce. Su actuación resulta escalofriante. Su personaje de puro perverso, roza la insania del muestrario de monstruos que Pasolini desplegó en su testamentaria Saló. Con una diferencia brutal, allí donde el poeta de la depravación convocaba al estremecimiento, aquí se debe sola y exclusivamente al divertimento.
Con el protagonista de Frasier como demiurgo total, el filme se desenvuelve como una escalada de quiebros, un permanente cambio de dirección centrado en una víctima que parece un verdugo y un verdugo disfrazado de demente fragilidad. Tomnay retuerce la casualidad y el azar hasta lo insoportable, hasta lo ridículo. En su juego todo le es permitido y todo le funciona con cierta eficacia. Hay una buena factura de pruducción y un displicente toque de cine enterado, avieso y avisado. Pero no hay casi nada más. Los personajes carecen de sujeción emocional, son menos que títeres, son carcasas humanas huérfanas de motivación.
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