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Terence Davies da un golpe de autoridad
La dispersa pero singular propuesta de Isaki Lacuesta completa una buena jornada
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El lunes, día laborable, la sección oficial se puso el buzo de trabajo. Ya no se trataba de propuestas de género ejemplares en un cine que no sabe de géneros como el español, ni de cine perteneciente a nombres con glamour en el pasaporte y confusión en la cabeza. Ayer era día de seriedad, por cierto lo contrario al aburrimiento. Y Terence Davies (1949), un veterano al que el Zinemaldia le dedicó una merecida retrospectiva hace tres años, demostró cómo es posible hablar de los desvaríos del amor sin estrabismo en la mirada, ni concesiones a la banalidad. A su lado, Los pasos dobles de Isaki Lacuesta, que pese a ser un irregular y errático ensayo ofrece instantes de enorme belleza, completó un buen día.
El filme de Terence Davies, The deep blue sea se abre y se cierra con el mismo movimiento de cámara sólo que a la inversa. En su arranque, la cámara avanza de derecha a izquierda, se detiene y asciende hacia una ventana. En la despedida, hace justo lo contrario para acabar mostrando las ruinas de la guerra. Entre ambos movimientos apenas ha pasado un día, una jornada en la vida de Hesler Collyer (espléndida Rachel Weisz), pero en ese período se asiste a un renacimiento. El de la mujer que cierra y abre las cortinas de esa ventana. Una dama a la que Max Ophüls le hubiera dedicado un par de películas. Se lo merece.
Su historia emana de la obra teatral de Terence Rattigan y su adaptador, Davies, no se ha molestado demasiado en ocultar su deuda con la palabra escénica. Lo verbal es importante en este filme que habla del amor y de la renuncia, de la fatalidad, de la autenticidad y de la coherencia. Hesler lo tiene todo para haber sido una musa de Ophüls. Si el autor de Lola Montes la hubiera conocido habría levantado por y para ella una catedral solemne de travellings imposibles para llenar sus naves con coreografías laberínticas.
Terence Davies se sitúa justo en el extremo contrario. Davies adora la simetría, la contención, aguarda a que sea el lector de sus textos fílmicos quien dé el primer paso y se mueva. Él levanta sólidas y esenciales ermitas donde habita el misterio. Eso no quiere decir que no haya dinamismo en su cine. Muy al contrario. La quietud cede paso a lo cambiante y el silencio de la solitaria intimidad a los cánticos corales llenos de extrañamiento y nostalgia. Eso hay aquí. Dicho de otra manera, The deep blue sea pertenece desde el primero al último plano a Terence Davies. Aquí descansa todo Davies, el de sus comienzos y el de su última y ahora por fin revalorizada obra.
En The deep blue sea nos ciegan las mismas luces que ya nos deslumbraron en The long day closes (1992), The House of Mirth (2000) y Of Time and the City (2008). Nuevamente recorremos los mismos estrechos pasillos, el rancio papel pintado, el sabor crepuscular de un tiempo periclitado. En este caso, extraído del texto de Rattigan, ese triángulo entre el juez abandonado, el soldado asustado y la mujer enamorada, analiza el final de un tiempo, el que fue asesinado porque entre demasiados se permitió Austchwitz. Tras él, llegó un tiempo de huidas y cantos. Cánticos entonados por muchedumbres que, sin cesar, trataban de ahuyentar los malos recuerdos uniendo sus voces para olvidar lo perdido, para pertenecer a los demás, para disolverse con los otros.
Davies entona nuevamente su adiós al pasado que no es sino otra manera de darle la bienvenida ante el rechazo al presente. En ese ritual de amores y desamores, de representantes de una ley que ya no legisla y de héroes que huyen por miedo al compromiso, el cineasta coloca en el centro de su historia a una mujer capaz de jugárselo todo y, en consecuencia, quedarse ¿sin nada?, a cambio de no traicionar sus sentimientos. Para hacer ese viaje Davies abre grietas en su espacio temporal, introduce elipsis, pliega el tiempo y da un recital de cine denso y poderoso.

El pintor como pretexto
De esa lección de concentración, adecuación y solidez que da Terence Davies se pasó a la orilla opuesta. Al cine disperso, multiforme y fragmentado de Isaki Lacuesta, un director mimado por este festival que siempre da cobijo a sus películas. Lacuesta, cineasta que mostró devoción por las huellas de Marker y que practica un cine que no soporta las bridas de las clasificaciones canónicas, se mueve salvaje, irregular y aparentemente caprichoso por las sendas de la lejana África.
Los pasos dobles, también se perciben sólidamente anudadas todas las variantes que hasta ahora había mostrado su director. Si el espectador ha conocido su hacer, no tendrá dificultad en reconocer que aquí hay ecos que provienen desde su iniciática Cravan vs. Cravan a sus últimas experiencias museísticas. Precisamente, esa colaboración con Miquel Barceló es la que aquí resulta más gratuita, más engañosa. Al final de Los pasos dobles, resulta legítimo preguntarle al director, que nos ha entretenido con acertijos durante los últimos minutos del filme, qué “pinta” Barceló en esta historia, para qué se le filma, qué sentido tiene su presencia.
Pero no son estos los interrogantes que merecen estos pasos-dobles llenos de imágenes poderosas, con secuencias felices, con historias hermosas. Con ellos Lacuesta teje un collage inabarcable e introduce en él todo cuanto encuentra a su paso. Mezcla y homenajea desde el western y John Ford, sin duda algo de Ford se convoca en este filme, a las actuales narrativas fílmicas que se cuestionan por la necesidad de la narratividad. Ese sumar contrarios, resta interés a un filme que, como sus protagonistas, deambulan como zombies sin brújula ni alma. Por cierto, con instantes sobrecogedores como la irrupción en la pantalla de los negros albinos con una puesta en escena que se abisma hacia el cine de terror.
Se puede y se debe reconocerle a Isaki Lacuesta la generosidad de aportar una verdadera colección de singulares ideas y de haber sabido encontrar personajes que podrían suministrar impagables películas. Pero no se puede pasar por alto su preocupante incapacidad para cohesionar lo que tiene más de laboratorio, de prueba y error, de curiosidad y de anécdota que de obra férreamente asentada.

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