El hijo del apicultor y su despertar al mundo Título Original: BAL Dirección: Semih Kaplanoglu Guión: Semih Kaplanoglu y Orçun Köksal Fotografía: Baris Özbiçer Intérpretes: Bora Altas, Erdal Besikçioglu y Tülin Özen Nacionalidad: Turquía, Alemania. 2010 Duración: 103 minutos ESTRENO: Febrero 2011

Frente a tanta trilogía y tanto serial que no ocultan su afán de rapiña ni su vocación de franquicia banal, Miel, conforma junto a Leche y Huevo un singular tríptico narrativo que dignifica el proceso de enhebrar tres películas al servicio de una expresión artística de carácter más o menos autobiográfico. Estamos pues, ante una reflexión íntima candidata a recoger el testigo de clásicos eternos como el que hace medio siglo cerraba el cineasta Satyajit Ray con El mundo de Apu. El turco Semih Kaplanoglu, como en los años 50, el hindú Satyajit Ray, cruza el horizonte cinematográfico de su tiempo como un francotirador sin territorio, ni cronología. Por no tener quizá no tenga ni siquiera esperanza en ese retorno a la infancia para mirar el vacío que deja un padre cuando se ha ido, que eso es lo que habita dentro de Miel.
Se hace difícil hablar de un filme que conforma un tríptico, de una película que por caprichos del destino se estrena entre nosotros antes que las dos películas precedentes, Huevo y Leche; la primera sobre la madurez de un escritor que retorna al pueblo de sus progenitores ante la muerte de la madre; la segunda sobre un joven inadaptado al que el pueblo natal le resulta asfixiante y necesita huir de un entorno del que tanto saben/deben sus propias raíces.
O sea, Kaplanoglu ideó su particular triskel empezando por el presente, con un personaje que podría confundirse con el propio director, para luego retornar a la juventud y hallar a la madre y, finalmente, encaminarse hacia la infancia para escrutar en la mirada del niño que fue, la protectora sombra de un padre idealizado.
En Miel, como en las otras dos entregas de la llamada trilogía de Yusuf, aunque aquí con más rigor, Kaplanoglu filma con sequedad y poesía. Su estilo muestra una suerte extraña de lirismo refinado en el corazón de la Turquía profunda para recrear, no la realidad, sino su evocación sublimada a través de una estilizada puesta en escena. Esa belleza formal realzada por el elenco de actores introduce una incomodidad distanciadora para quien esto escribe, porque se hace notorio que estos personajes se encuentran en un sofisticado grado de estilización. En Miel, sus protagonistas no se deben a un deseo antropológico de recrear lo real sino a una firme apuesta por un manierismo formal que habla del siempre doloroso proceso de iniciación y de la primera experiencia de un niño con la muerte. Semih Kaplanoglu se aleja en ese sentido de manera insalvable de Satyajit Ray y con ello, se impone la enorme diferencia existente entre su Yusuf y el citado Apu.
Una brecha que no se debe tanto a las características narrativas del relato como a los aspectos formales y al proceso del cine como generador de relatos simbólicos. Medio siglo separa a Yusuf de Apu y Miel, a la que con cierta superficialidad se le atribuye algún punto tangente con El espíritu de la colmena, -pura intersección anecdótica-, se construye como un poema solemne. Un verso que se abisma hacia el ripio y en el que incluso la propia muerte se configura como un bello arabesco en equilibrio efectista e inconcebible.
Kaplanoglu ha declarado su afán de transcendencia, su espiritualidad musulmana y su fe en que el tiempo pertenece a Dios. Esa declaración, en definitiva, ratifica el dolor de presentir que su Miel ha sido nimbada por sentimientos anclados en la percepción de temer que no es bueno que los tiempos cambien. En algún modo, Kaplanoglu como Fatih Akin, aunque con tonos muy diferentes, parece optar por un enroque conservador. Uno lo hace con el desgarro y la violencia; el autor de Miel, desde la perplejidad lírica y un enigmático extrañamiento.
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