El tiempo de los asesinos posmodernos

Título Original: THE KILLER INSIDE ME Dirección: Michael Winterbottom Guión: John Curran según la obra de J.Thompson Intérpretes: Casey Affleck, Kate Hudson, Jessica Alba, Ned Beatty, Elias Koteas, Simon Baker y Bill Pullman Nacionalidad: EE.UU. 2010 Duración: 109 minutos ESTRENO: Enero 2011

Cuando el último plano de The Killer inside me se llena de fuego, se impone una sensación de escalofrío, de impotencia, de extrañamiento. ¿Qué sentido tiene (re)contar la historia de este asesino? En Cannes, durante la proyección oficial, algunos espectadores, entre ellos bastantes críticos profesionales, contestaron a esta pregunta con abucheos y silbidos. Para ellos, no había justificación para ese muestrario de violencia caprichosa. Para Winterbottom, el narrador que cogió prestado de Jim Thompson la que pasa por ser una de sus novelas más perversas, si la lectura del filme se queda en la superficie de un puñado de secuencias de ecos sádicos y maldad sin arrepentimiento, tampoco.
Esa es la cuestión decisiva que hace de este filme, aquí titulado El demonio bajo la piel, una película controvertida, chirriante, rugosa. Si en ella se cree ver, en las intenciones de Winterbottom, una búsqueda honesta que se cuestiona por la maldad del ser humano, el filme, fallido en su desenlace, interesante y nada gratuito en su propuesta; pasa por ser un filme estimable. Si por el contrario, lo que aquí acontece se percibe como una exhibición gratuita de inclinaciones masoquistas, su valor es cero.
Nada nuevo para Winterbottom que ya ha provocado en ocasiones anteriores las iras de cierta parte del público. Bastaría evocar Tristram Shandy: A Cock and Bull Story, Jude y sobre todo Nine Songs, para confirmar la naturaleza provocadora de un cineasta que cambia de géneros, de tonos y de escenarios con una actitud febril, pero siempre asumida desde la pasión. Winterbottom, limita al Este con Michael Haneke y al Oeste con Takashi Miike. Menos extravagante que el japonés y menos cool que el austriaco-germano.
Pero centrémonos en el demonio que reina en este filme. Narrado en primera persona, detallado desde la emocionalmente castrada sensibilidad de un psicótico, la película de Winterbottom no es otra cosa que una carrera desesperada para llegar al infierno. Con la prosa de Jim Thompson, Winterbottom se enfrenta a su París, Texas particular. En algún modo el autor de Wonderland se adentra en territorio comanche para, con un paisanaje mitificado por Hollywood, forzar una vuelta de tuerca que en muchos momentos resulta perturbadora, cruel y desasosegante. Se diría que el demonio protagonista de este filme, el personaje hieráticamente encarnado por Casey Affleck, conoce algo del universo de No es país para viejos. Pero también se podría afirmar que surge del Surveillance de Jennifer Lynch o que emana directamente de las derivas de Tarantino y Stone de los años 90. Ese peso reordena la malsana atmósfera de este filme más hacia la revisitación y el déjà vu que hacia la propuesta renovadora que quiere ser, pese a que Winterbottom, huérfano de ironía, riegue el horizonte con ramalazos sádicos y pasajes de sensualidad y sexo poco frecuentes en el cine de EE.UU.
Esa sacudida erótica con brochazos de perversión no hace olvidar el problema que deja sin aire esta incursión en el thriller contemporáneo. La verosimilitud. La fuerza brutal de sus secuencias se antoja caprichosa por la falta de consistencia dramática de sus personajes, especialmente los femeninos, que nunca traspasan el umbral del títere movido para alumbrar las tinieblas de su energúmeno protagonista. En el tiempo de los héroes del cine clásico se creía que un filme era mejor si el monstruo, el enemigo, se mostraba convincente y poderoso.
En el tiempo de los psicópatas del cine posmoderno, un filme sólo consigue redimirse si las víctimas imponen su subjetividad. Aquí no lo logran porque apenas son arquetipos sin alma y/o bellos objetos.
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