Emotivo adiós a la infancia

Título Original: TOY STORY 3 Dirección: Lee Unkrich Guión: Michael Arndt Producción: Darla K. Anderson Música: Randy Newman Nacionalidad: EE.UU. 2009 Duración: 103 minutos ESTRENO: Julio 2010

Al final de Toy Story 3 arde una de las más emotivas despedidas que el cine ha sabido dibujar a lo largo de su historia. Durante esos minutos postreros, Andy, el niño usufructuario de los juguetes protagonistas de esta trilogía, convertido ya en un joven universitario, retorna al tiempo perdido. Por unos instantes, instantes huérfanos de reloj, Andy da réplica a Proust y se abandona al placer de volver a saborear la vieja magdalena. Pero esa ceremonia llena de ternura pertenece al mundo de lo hipotético. Detrás de esa autodespedida íntima llora una anacrónica hipérbole emocional. Parece razonable pensar que los ojos de Andy son el albergue de las pupilas de Lasseter, Unkrich y Arndt, creador, director y guionista de Toy Story 3. Especialmente porque ningún adolescente urgido por la llamada de las hormonas y salpicado de por el acné de la (ir)responsabilidad sabe en ese momento de su vida que está cruzando un umbral al que jamás volverá. Sólo cuando ya no hay vuelta atrás se es consciente de lo que se dejó atrás. Por eso lo que Andy verbaliza al final de la trilogía de Toy Story, sobrevuela el propio entramado narrativo de la película para devenir en declaración de intenciones de lo que Pixar es, cree y significa. Ahí, en esa licencia poética, se inscribe el ADN de la naturaleza de Pixar. Por eso, el final de Toy Story 3 debe entenderse como el principio, el principio que hace treinta años engendró a Pixar. ¿Qué es Pixar? Desde luego algo más que una productora de dibujos animados. Pixar cultiva un plus de singularidad, un deseo de nadar a contracorriente. Lassetter como Miyazaki, cree en el poder de la fábula y apela al valor simbólico de los cuentos. En lugar de acudir al descreimiento de la posmodernidad depredadora o de quemarse las pestañas en la observación congelada de lo cotidiano, Pixar acude al fundamento íntimo en el que habitan los grandes enigmas de la humanidad. En Pixar todavía creen en los héroes aunque sean de trapo y plástico, e incluso aunque se rompan de vez en cuando.
En cuanto a Toy Story 3 todo en ella resulta triangular. Su estructura aristotélica contempla tres estadios, tres tempos: conmoción, acción, emoción. El primero se recubre con la oscuridad del desamparo. Es un arranque crepuscular que habla del final de una vida, de la inutilidad de unos juguetes condenados al infierno de la basura o al limbo del desván. Sólo quien se enfrenta a la creación armado del ingenio puede negociar que la hora del asilo de unos juguetes viejos tenga lugar en el escenario enloquecido de una guardería en pie de guerra. Basta ese pretexto para que los personajes de Toy Story renazcan para dar vida a la tercera y última aventura.
La parte central, la más desarmada de trascendencia, bebe de un referente clásico, la idea de la evasión en una prisión casi panóptica controlada, en este caso, por un oso de peluche resentido y manipulador. Esa fase dedicada al escapismo escópico conforma el eslabón más frágil que encadena el sobrecogedor arranque con la apoteósica despedida melodramática.
En su desenlace, los creadores de Toy Story inscriben su declaración de intenciones, su carta magna. Es ahí, en esos momentos pletóricos, excesivos y existenciales cuando Toy Story deja a un lado los prejuicios que tanto daño hacen al cine viejo del siglo XXI. Con su encendido entusiasmo asistimos al mejor final posible de una imperecedera trilogía. Toy Story 3 no es una vuelta de tuerca a un rentable negocio, sino un desgarro emocional y un streep tease ideológico de quienes cumplen años sin perder la capacidad de creer en la fantasía.
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