Crónica dialéctica de los personajes que no aman

Título Original: ÁGORA Dirección: Alejandro Amenábar Guión: Alejandro Amenábar y Mateo Gil Intérpretes: Rachel Weisz, Max Minghella, Oscar Isaac, Ashaf Barhom y Michael Lonsdale Nacionalidad: España. 2009. Duración: 126 minutos ESTRENO: octubre 2009

Observado con una hiriente suspicacia desde todos los frentes, Amenábar y su quinta película, Ágora, sufren un asedio impropio, una especie de juicio sumarísimo por el que se le echa en cara incuso lo que a otros se aplaude. ¿Por qué? Por razones varias pero la fundamental porque Ágora, en cuanto película, es una obra imperfecta, resquebrajada, llena de debilidades. Es decir, desmontar Ágora desde la constatación de sus limitaciones resulta fácil, muy fácil. Amenábar ambiciona tanto que resulta evidente ese décalage entre lo que se aspira y lo que respira. Pero al mismo tiempo, en sus traspies, en sus golpes en el aire y en sus flaquezas se halla la serena lucidez de quien se lo juega todo y se vacía. En Ágora hay más pasión, rigor, trabajo y oficio que en la inmensa mayoría del cine español que se estrena cada semana. De hecho, Ágora no parece cine español.
Se dirá que Amenábar ha sido ingenuo. El airado ateo que fue capaz de tomar en vano el nombre del dios Hitchcock ¿ha olvidado? que el cine histórico, o sea el péplum y sus operísticas necesidades de puesta en escena, es un iceberg asesino de aventureros con delirios de Titanic. Por ejemplo, ¿recuerdan que hace medio siglo, el cineasta que mejor filmaba el verbo, Mankiewicz, se partió en mil pedazos por culpa de Cleopatra? Bastaría con recitar en voz alta las víctimas de la maldición de cine histórico como devorador de cineastas para hacer aconsejable no filmar Ágora.
Amenábar, ebrio quizá por el desmesurado éxito de la sobrevalorada Mar adentro, sopesó el peligro pero prefirió pensar más en el Petersen de Troya o en el Scott de Gladiator que en el Ray de Rey de reyes o en el Mann de La caída del imperio romano. Olvidó que la idea de fundir el cine espectáculo con la signatura reconocible de quien posee voz propia exige un dominio sólo al alcance de los escogidos. Lo sea o no, Amenábar se siente ungido por el talento y en consecuencia Ágora desde su arranque huele a cine grande, a lección magistral asumida desde un ambicioso proyecto impensable para nuestra industria.
Con Alejandría como telón de fondo y con centenares de extras como coro ilustrador de un momento crucial en la historia de la humanidad, el advenimiento de la Edad Media, Amenábar utiliza el pasado para hablar del presente. Pero aunque él juega a cambiar de género, de época y de tono en su cine, la realidad es que hay algunas constantes vitales en todas sus películas que permanecen como obsesiones recurrentes. ¿La marca del autor? Sin duda.
¿Qué tienen en común Abre los ojos, Tesis, Mar adentro y Los otros? La misma actitud aleccionadora en sus discursos fílmicos, una elaborada y pormenorizada puesta en escena y mucha generosidad,trabajo, riesgo y esfuerzo. Tal vez eso no sea suficiente para hacer una buena película, pero evita el hacerlas malas. Y Ágora como espectáculo ofrece imágenes poderosas, secuencias sugerentes y una historia de fondo culpable de lo que hasta ahora es la norma en Amenábar: una evidente simpleza que cabe esperar que desemboque en sabia sencillez algún día. Pero más allá de su contexto, está ese texto obsesivo y castrador del cine de Amenábar. En ese proceso dialéctico entre ciencia y fe que conforma su núcleo narrativo, el acto sexual se frustra. ¿Por qué los protagonistas del cine de Amenábar nunca pueden amar? En la historia de la neoplatónica Hipatia esa negación resulta demoledora. Amenábar se proyecta en ella, pero en su fe en la razón decide pagar el alto precio de ahogar el deseo, como si la castidad fuese una ofrenda a la inteligencia. Pero en ese cercenar la pasión, congela la/su H/historia y la deshumaniza.
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