Unos calcetines colgados, puestos a secar enfrente de un ventanuco de lo que se adivina es un semisótano, marcan el inicio y el final del salvaje periplo de unos protagonistas que caminan descalzos. La desnudez de los pies es un atributo extremo. Llevar los pies desvestidos, sin protección, es condición solo al alcance de quien no tiene nada que perder: los dioses y los desheredados. Los burgueses no, los burgueses llevan siempre los pies bien protegidos.

En esta “mujer en llamas” algo casi imperceptible lo domina todo. Cuando horas después de su visión se rememoran las emociones que su guionista y directora ha puesto en imágenes, se llega a Marcel Duchamp y a su concreción de esa sensación profundamente humana que él denominó “inframince”. La traducción más acertada sería algo así como “infraleve”, o sea lo que es más leve que lo leve: “el calor de un asiento que se acaba de dejar, el olor de una persona en el humo de su cigarro… el peso de una sombra”.

Al finalizar la proyección de “Maléfica”, en la abarrotada sesión de la tarde de un sábado en la que participé muy a mi pesar, un niño de unos 8 años, en medio de un murmullo de aprobación ante la conclusión de este cuento de madrastras y príncipes, gritó: “Viva el amor”. La proclama fue aprobada con sonrisas y algún aplauso. Había unanimidad. Estaban casi todos de acuerdo. Y aunque es evidente que, con esa edad, el amor pertenece más al reino de lo metafísico que de lo físico, la chavalería daba muestras de haberlo pasado bien.