Hace dos décadas Santiago Segura acuñó un término que desvelaba una de las características fundantes de su espíritu carpetovetónico. Era el cine de, con y para “amiguetes”, una fórmula consistente en llenar los intersticios de un filme con la presencia del compadreo, vocablo cañí para definir, no la ayuda de la amistad, sino el empuje de la autocomplacencia y el capillismo. Los amiguetes arruinaron al prometedor director que Segura llevaba dentro.