ZINEMALDIA 2017

The lion sleeps tonight y El capitán cerraron la sección oficial a concurso
Horrores bélicos, encuentros con la muerte
Un grotesco y descarnado fresco sobre los últimos días de la segunda guerra mundial en territorio alemán y un cuento híbrido y cinéfilo sobre la muerte, la infancia y el cine, sirvieron para dar carpetazo final a una edición que insiste en reiterarse en la falta de mordiente. Se trata de una especie de conformismo fatal que se empecina en rodear a la sección oficial a concurso con decenas de propuestas mucho más apetecibles que las que habitan en ella. Demasiada hojarasca para disimular la falta de músculo del núcleo duro del festival. En ese sentido, un vez más, la cosa se desenvuelve entre la decepción y el desánimo. Pero a ella volveremos en la crónica del último día, la de la valoración, hoy diremos que había dos películas con ambición de premio.
La presencia de Suwa y su prometedor título, Le lion est mort ce soir se recibió en los círculos mejor informados como un aviso prometedor de que la 65 edición del Zinemaldia iba en serio. Luego, conforme se fueron sabiendo las demás películas, se quedó en casi la única garantía de que, al menos, habría una gran película este año.
¿Quién hacía esa promesa de cine exquisito? Recordemos. En apenas cuatro años, Nobuhiro Suwa produjo tres bellos relámpagos de excepcional interés: 2/Duo (1997), M/Other (1999) y H Story ( 2001). En ese vértice temporal que marcó el cambio de siglo y de milenio, Suwa, (Hirosima, 1960) alcanzó el estatus de gran promesa del cine japonés. Eran los mismos años que, en el lado opuesto, el del cine de la furia y crueldad, aparecían incontestables los nombres de Takashi Miike, Shinya Tsukamoto o incluso Takeshi Kitano. El tiempo ni ratificó ni desmintió aquello, simplemente se conformó con ofrecer destellos intermitentes que, no obstante, señalaban a Suwa como un cineasta de voz propia y el más afrancesado de los directores japoneses de nuestro tiempo.
Tanto que Le lion est mort ce soir está protagonizada por una leyenda llamada Jean Pierre Lélaud. Con él se hace una reflexión sobre la muerte y la vejez. Una exaltación a los recuerdos que ofrece una mezcla agridulce; un híbrido que, cuando bueno, es superior. En los momentos cumbre aspira a hablar de lo que solo los más grandes cineastas del espíritu pueden hacer con verdad y hondura. Pero cuando el filme se pone turbio y edulcorado se enraíza directamente con lo peor de esos filmes, con niños repelentes que, para dos generaciones masacradas por TVE, inevitablemente nos evoca Verano azul.
Que Jean Pierre Lélaud jamás fue un gran actor, no se discute. Pero del hecho de que conforme se ha ido haciendo mayor, se ha hecho peor, Suwa sufre las consecuencias.
Suwa asume y disfruta de su presencia porque le da aroma de Nouvelle Vague, huellas de Truffaut y Godard, pero a costa de llenar de artificio su poema sobre el encuentro con la muerte. Suwa no ha sido capaz de hacer como Albert Serra, encerrar al viejo león a fuerza de maquillaje.
Entre el desvariar de Lélaud y el chirriar de los niños que juegan a ser directores de cine como papagayos que repiten lo que no entienden, aunque Suwa es mucho Suwa, su película se rompe a cada paso. A una secuencia fascinante, le sucede un bofetón televisivo. Cuando escuchamos poemas existenciales, replican ecos de impostura y ruido.

Ven y sufreDer Hauptmann ha sido dirigido por otro profesional con recorrido, Robert Schwentke. Su película, probablemente la mejor producida de cuantas aquí han competido este año por la Concha de Oro, se sumerge en un tiempo y un lugar mil veces retratado por el cine. Basada en el periplo de un soldado alemán de 21 años, el filme transcurre con solemnidad y tremendismo, en medio de una tonalidad extraña, en blanco y negro, grandilocuente, artificial en algunos momentos, hiperrealista en otros.
Robert Schwentke pertenece a ese grupo de profesionales alemanes que militan en la industria de Hollywood. Está acostumbrado a mover masas y millones, sabe lo que es coreografiar decenas de figurantes y fotografiar escenarios sofisticados. Director de piezas como Plan de vuelo: desaparecida (2005) y la serie Divergente, entre otros trabajos, Der Hauptmann aparece como una película hecha desde las entrañas, un exhaustivo y demoledor recorrido por el horror del nazismo. Su aportación más singular es que, lo que cuenta, se centra en la deriva demencial de la violencia dentro de las propias filas del ejército alemán. Su protagonista, un soldado veinteañero, se salva por los pelos de ser ajusticiado por sus propios compañeros por robar comida y, tal vez, por desertor. El filme no entra en ese detalle sino en la impostura con la que ese niño-hombre escapa de la muerte para convertirse en un emisario del terror y el asesinato.
En su arranque, en los ojos en pánico del joven prófugo, se perciben herencias de Ven y mira de Elem Klimov. No en vano, se va a representar el mismo infierno. Durante dos horas, en clave grotesca, en una suma de episodios que confieren legitimidad a un impostor a fuera de forzar su descenso por la ignominia del asesinato, se suceden imágenes que evocan filmes legendarios. A ellos se debe y en la antesala de ese nivel queda esta espeluznante tragedia convocada para ilustrar la locura y el envilecimiento, una especie de Ven y sufre que levanta estupor y desasosiego.

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