En su traducción al español, este filme de presupuesto flaco y alcance largo, ha mutado el sentido de su título. De “Sal” o cualquier otro sinónimo que implique el “consejo” imperativo de huir; se ha pasado a “Déjame salir”. Es decir, se produce un giro sustancial que va de la orden al ruego, del mando al por favor, del aviso de un observador activo a la súplica de un atrapado apesadumbrado.

Durante años Jôji Yamada, con paciencia de monje y sutileza extrema, levantó una saga tan popular en Japón como desconocida fuera. Entre 1969 y 1995, Yamada filmó 48 películas protagonizadas por Kiyoshi Atsumi en el papel de Tora san. Fueron casi medio centenar de comedias amables en las que su protagonista acababa compuesto y sin novia provocando en el imaginario japonés un icono de enternecedor recuerdo.

A comienzos de los 80 nacieron dos proyectos ambiciosos. Fue un duelo de colosos. Ridley Scott venía de dirigir Alien, se había convertido en un autor de referencia. David Lynch, tras un debut inenarrable, Cabeza borradora, se había ajustado a las órdenes de Laurentis y supo demostrar que podía trabajar en el cine comercial desde la emoción y el rigor: El hombre elefante.