Todo empieza y todo acaba a bordo de una embarcación con nombre de mujer. En ese todo, marcado por una elipsis temporal de varios años, un tío y su sobrino vivirán la tragedia en primer plano, sabrán de la muerte y aprenderán -qué remedio- a vivir con ese sapo dentro. Kenneth Lonergan, guionista y director, o sea autor al cien por cien de lo que encierra este relato, esculpe en un tiempo masculino, un espacio de orfandad donde el elemento femenino aparece por ausencia, se impone por referencia, y su presencia siempre se antoja como algo lejano.

Si se toman la molestia de acudir a las fuentes originarias, observarán que todo lo que aquí se cuenta, extraído del libro de Deborah Lipstadt, tiene sus pies manchados por el barro de lo real. Reales, en cuanto existentes, son los principales personajes de este duelo en torno a la existencia de los campos de exterminio programados por los jerarcas nazis y la ridícula obsesión de negar que existieron.

Debutar con El sexto sentido, un filme que vieron incluso los que nunca ven nada, acumula tanto lastre, tanta envidia, tanta suspicacia, que hace imposible pensar qué se puede hacer después de seducir a medio mundo con una obra tan vertebral como emblematizadora. Aquel “veo muertos” lo repetían incluso los que nada sabían de Shyamalan y su película, Para el cineasta de origen indio, un atribulado y precoz director que, cuando niño, en lugar de juguetes trasteaba con cámaras, el lastre se convirtió en losa y la losa casi en epitafio.