La nota dominante de este filme de buena voluntad y débil cinematografía nace de la incómoda contradicción entre la nobleza de lo expuesto y la mediocridad de su prosa. Y eso, en estos casos, irrita todavía más. De hecho, ese “décalage”, esa incoherencia ante este tipo de producciones que apelan a la ética y lo moral pero descuidan el oficio y la autenticidad de la historia que cuentan, resulta doblemente frustrante. Se dirá, en este caso, que no hay una producción a lo Jason Bourne, y que los dineros escaseaban. Sin duda dirán lo cierto.

Han pasado 32 años de aquel Cazafantasmas de Ivan Reitman donde Harold Ramis, Ernie Hudson, Bill Murray y Dan Aykroyd se convirtieron en emblema y fenómeno de masas del cine de evasión y fantasía. Canadiense de origen eslovaco, Reitman comenzó trabajando junto al David Cronenberg más sórdido y voraz a quien le produjo Vinieron de dentro (1974) y Rabia (1977). Luego cultivó su lado más gamberro y le toco la lotería cuando Las incorregibles albóndigas y El pelotón chiflado fueron fuente de oro y risas.

Hay tanto retruécano, tanto McGuffin, tantos hilos cruzados en su telaraña, que Al final del túnel termina por abrumar. Hija de su tiempo, la película de Rodrigo Grande se percibe satisfecha de guión, potente y segura en sus ingredientes, diestra y vital en su narrativa. En ella, Grande ha puesto muchas cosas, muchas referencias cinéfilas, muchas citas literarias y demasiadas ambiciones. Y al frente, ha colocado a un actor competente, un Leonardo Sbaraglia que se hace con un personaje sobrecargado de circunstancias.