Probablemente, la obra cumbre del hacer de Pixar se llama Toy Story 1, 2 y 3, una trilogía a la altura de El padrino. Pero fue en Buscando a Nemo, donde el estudio liderado por John Lasseter formuló su mayor aportación al relato contemporáneo. Recuerden. La estructura del cuento clásico, narración de iniciación y aprendizaje que se relata a los niños para que empiecen a despegarse de los lazos de sus progenitores, repite un hecho común: la desaparición de las figuras paternas y la necesidad de enfrentarse al mundo por sí mismos.

Habría que buscar en sus trabajos más anodinos, un papel en el que Ricardo Darín no roce la excelencia. Tan competente se muestra Darín que su sola presencia en un filme lo ennoblece. Incluso los hace parecer mejores de lo que realmente son. Sin embargo, en Capitán Kóblic, filme dirigido por Sebastián Borensztein, un amigo del actor de El hijo de la novia, la anemia narrativa del filme, deja sin aire ni razón al solvente histrión argentino. Lo aisla al confinarlo en un personaje presentado con un mayúsculo error de planificación presente desde el guión.

En la biografía de Alex Proyas todo resulta poco común. Todo se llena de zozobra, sombras y excentricidad. Debutó hace 22 años y en ese tiempo ha dirigido seis películas. Todas ellas heterodoxas, la mayoría de vocación fantástica, muchas con extraños tonos turbios. Construyó en 1998 un filme de culto titulado Dark City y el estigma kafkiano de Dark City nunca le ha abandonado. Cuatro años antes, había dirigido la adaptación al cine de un personaje de cómic, El cuervo.

Guionista antes que director, Thomas Bidegain, el autor de los libretos de filmes como Un profeta, De óxido y hueso y Dheepan, ha escogido para debutar como realizador un guión de alta densidad y de robusta y alegórica vocación. Según cuenta él mismo a quien quiera escucharle, el origen de este filme, Les cowboys en Francia, Mi hermana, mi hija título en su versión española, debe mucho a las inolvidables tardes que, en su juventud, pasó admirando el mundo del western.

Antes de dirigir Iron Man 3 (2013), y antes de debutar como director con Kiss Kiss Bang Bang (2005), Shane Black fue actor en sus comienzos y luego guionista. Como escritor de relatos fílmicos, bastaría con citar El último gran héroe (1993) dirigida por John McTiernan y El último Boy Scout (1991) de Tony Scott, para certificar que Black no es ni mediocre ni bisoño.

Ahora muchos lo han olvidado, otros nunca lo han sabido, pero lo cierto es que en su comienzo, James Wan fue objeto de posiciones airadamente enfrentadas. La culpa la tuvo Saw (2004), un claustrofóbico relato de horror y sangre en cuyo seno nació Jigsaw, hoy uno de esos grandes referentes del cine de terror que junto a Freddy Krueger, Jason Voorhees, Michael Myers y Leatherface, comanda la galería de los más aterradores monstruos del cine contemporáneo.

Hay un virus que suele afectar a los contadores de historias. Dicha afección provoca sentimientos enfrentados. Se trata de un vértigo irreprimible pero que no muerde a todos. Ser o no víctima del mismo no es cuestión de talento ni de importancia, simplemente afecta a unos y deja indemnes a otros. Su manifestación más perceptible consiste en que, en un momento dado, estos contadores de cuentos se encuentran con la necesidad de hacer una película sobre sí mismos.

Básicamente hay dos niveles de percepción ante Warcraft: el origen. Por cierto, como su título evidencia, los productores parecen dispuestos a comenzar con ella una larga serie a la altura del conjunto de videojuegos a los que sirve y de quienes se sirve. Tras una década de idas y venidas, de disputas y desmoronamientos sobre su traspaso de la pantalla del ordenador y la tablet al cine, que fuera Duncan Jones el escogido sorprendió a todos.

Eddie, el águila apenas tiene fisuras. Solvente y bien barnizada, se agarra con uñas y dientes a una gran estrella actoral, Hugh Jackman. Sin embargo, con ser el suyo un personaje decisivo, Jackman no es el protagonista. Eso ya resulta paradójico. El caso es que esta producción británico-germano-USA de rango medio, según el baremo yanqui, desgrana una historia de superación, una fábula inspirada en hechos reales de esos que ponen la piel de gallina a los adictos al lloriqueo.

Acantilado combina, en su arranque, dos imágenes primigenias del origen de la sociedad humana: el agua y el fuego. Luego, a continuación, Helena Taberna, su directora y coguionista, escenifica un ritual de muerte; un multitudinario sacrificio humano que dará lugar a un filme de acción y misterio. Su argumento bebe libremente de la novela El contenido del silencio de Lucía Etxebarría. Y su factura se adentra decididamente en ese territorio de la clase media del cine español que, con mayor o menor fortuna, directores como Alberto Rodríguez, Daniel Monzón y Enrique Urbizu, tratan de sostener