Cada vez que el protagonista de una película aparece citado en los créditos también como productor, conviene ponerse en guardia. El hecho es mucho más habitual de lo que parece, y casi siempre obedece a un proceso de búsqueda y necesidad del intérprete para recuperar un prestigio maltrecho. Por eso, sean buenas, malas o regulares, hay en todas ellas el aroma inconfundible del reconstituyente milagroso.

Recientemente en el paseo bilbaíno del Muelle Marzana, se colocó una placa que recuerda que allí vivió Rafael Padilla, alias Chocolate, un emigrante cubano que, a finales del siglo XIX, llegó a Bilbao siendo niño y que acabó en París para convertirse en artista. Su historia, rescatada hace unos pocos años, fue objeto de una novela. De aquel libro biográfico ha surgido este filme, de presupuesto abundante y relato desconcertante y desconcertado, que se centra en su vida pública.

Hace 14 años Inés París y Daniela Fejerman irrumpían en el panorama del cine español con una comedia de probada eficacia y buen ritmo. Había algo insólito y prometedor en aquel A mi madre le gustan las mujeres. Desde la propia naturaleza de la dirección, dos mujeres al unísono, el otro caso paradigmático sería el de Maitena Muruzábal y Candela Figueira; al hecho de adentrarse en un género, el de la comedia en el que muchos lo intentan y pocos lo logran.