Con Paulina se encienden los fuegos de la polémica. En ese viacrucis que estación a estación sigue su joven protagonista, la audiencia se ve forzada a tomar partido. Tras su visión resulta obligado cuestionarse por qué Paulina se comporta así ante lo que (le) pasa. Ese lo que (le) pasa tiene su origen en el título original, La patota, vocablo que sirve para definir a una pandilla de jóvenes cachorros sedienta de sexo, violentos e ignorantes, con pulsión primitiva.

A James Dean le bastó un año para levantar una leyenda del Hollywood de todos los tiempos. A lo largo de 1955, Dean atravesó tres largos como una estrella fugaz. Al Este del Edén, de Kazan; Rebelde sin causa de Ray y Gigante de George Stevens. Venía de hacer unos cuantos anuncios y de asomarse tímidamente en películas oscuras de Curtiz, Sirk y Fuller.

Además de partir de algunos de los modelos más comerciales del cine norteamericano y francés de los últimos años, (El padre de la novia, Bienvenidos al Norte), la letra interior, esa sobre la que crecen los buenos argumentos, sabía del hacer de Vaya semanita. Ocho apellidos vascos triunfó porque poseía sólido oficio en sus materiales de partida. Había talento y recursos en Diego San José y Borja Cobeaga y se daba calidad notable y estado de gracia en los actores.

Mistress America, ya lo delata su título, se extiende entre el american way of life y el foreveryoung, pura tautología que esconde la recompensa de descubrir un inteligente guión con unos actores brillantes que avanzan al galope y con alta inteligencia. Así, si se supera la animadversión que provoca la (est)ética del mundo universitario USA y sus rituales iniciáticos; si se es inmune al Día de Acción de Gracias, familias (des)unidas y sueños de triunfo, aquí podrán hallar una pequeña joya del cine de ahora.

Hace poco más de un año, Denis Villeneuve acaparaba un doble protagonismo en el festival de cine de San Sebastián donde concurría con dos largometrajes. Uno, a concurso, en la sección oficial, Enemy. El otro, Prisoners, para acompañar al premio Donostia de ese año, Hugh ( Lobezno) Jackman, protagonista de una película que hablaba de venganzas al servicio de la ley del Talión.

El mayor hándicap que atraganta este filme dirigido y escrito por Lara Izagirre nace de una evidencia. Las alas de su lógica interna, la relación inequívoca entre causa-efecto, se resquebrajan pronto. Sin ellas se intuye que el filme no alcanzará a volar. Sus deseos de ahondar en el romance entre un joven con complejo de hikikomori y ansias de escritor y su joven novia dispuesta a ayudarle a toda costa, no podrán llegar demasiado lejos porque los pequeños detalles, los que hacen grande una película, se descuidan.

Con tono e intención diferentes al de este filme, hace casi veinte años, Bertrand Tavernier se adentraba con Capitán Conan (1996), en la cara oscura de la “gloria” bélica. Ambientada en la primera guerra mundial, el filme de Tavernier se ocupaba de los perros rabiosos de la guerra, de los soldados más sanguinarios. Máquinas de matar, héroes a imitar, asesinos sin culpa. Son valiosísimos en tiempo de muerte pero se vuelven ingobernables en tiempos de paz.

Naomi Kawase llegó al cine desenterrando sus raices familiares. En sus primeros documentos fílmicos, Naomi se preguntaba por el fantasma de un padre yakuza en paradero desconocido y pasado bajo sospecha. Su cine hacía astillas de su autobiografía y barnizaba de realidad una mezcla indefinida. Fotógrafa de formación, el cine de Kawase, siempre anclado en una mirada a un presente hecho de gente corriente, mezcla géneros y recursos.

Al comienzo del filme, en la capital de Mexico, en el corazón del DF, en plena celebración del día de los muertos, 007, el agente con licencia para matar, aparece disfrazado de esqueleto como un trasunto de la muerte. La secuencia, pura coreografía, lujo de producción y con una ejecución precisa, abre un relato que crece sobre un equilibrio a dos bandas. De un lado, el arquetipo 23 veces establecido del personaje creado por Ian Fleming.