El absurdo de la comedia humana

foto-unapalomaTítulo Original:  EN DUVA SATT PA EN GREN OCH FUNDERADE PA TILLVARON Dirección y guión:   Roy Andersson Intérpretes: Holger Andersson, Nils Westblom, Charlotta Larsson, Viktor Gyllenberg, Lotti Törnros, Jonas Gerholm País: Suecia.  2014 Duración: 101 minutos ESTRENO: Mayo 2015

El pecado original del cine se esconde en su naturaleza, en ese ADN en el que se inscribe la biología que lo constituye. La materia primigenia del cine se llamó fotografía y surgió como consecuencia de la huella formada por esa herida de luz que reproduce la apariencia de lo real. Esa brecha sangrante impuso una deuda con el verosímil. Y así, desde su origen, el cine comercial ha estado encadenado a un sistema de representación de vocación aristotélica hipotecado al principio de causa-efecto. Por eso, cuando algunos francotiradores rompen las reglas, sus obras son recibidas con escepticismo e incomprensión.
Eso puede acontecer con Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia. Pero no será porque no se avisa. Desde su título, Roy Andersson lanza urgentes señales de precaución al espectador desinformado. Avisa que su película es una aventura extraña. ¿Lo es? Tanto como su director, un cineasta que debutó hace 35 años con un filme de éxito notable, A Swedish Love Story. Animado por la gran acogida, cinco años más tarde, filmó su segunda película, Giliap. Fue un fracaso y Andersson se alejó del cine; desapareció. Veinticinco años después, con dos cortometrajes más en su haber y 400 anuncios publicitarios, quiso (re)nacer con la primera entrega de lo que prometía ser una trilogía. Una paloma… (re)presenta la tercera y última película de la misma. La más libre. La más extrema. La que finalmente decide olvidarse de la mancha original del cine para echarse en brazos de Samuel Beckett y reivindicar con ello, al estilo de Kaurismaki, lo absurdo de la condición humana. Ese camino lo recorrió, cuando ni siquiera existía, el rostro locuaz pero petrificado de Buster Keaton. Luego vinieron gentes tan extraordinarias como Luis Buñuel. Y a esos dos, podríamos añadir Joao César Monteiro, un portugués capaz de extraer de una granada una proclama contra los convencionalismos de ¿artistas? de banalidad y rutina.
Configurada a través de dos personajes que por fuerza recuperan ecos de los Vladimir y Estragon de Esperando a Godot; Roy Andersson levanta un filme inclasificable, una epopeya insólita. Inspirado, según sus declaraciones, en un cuadro de Pieter Brueghel, este cineasta del país de Bergman, enhebra su filme a golpe de escena. En todas ellas, personajes ausentes, cámara inmóvil y trípode clavado, plano fijo, composición velazqueña inspirada en las Meninas, luces de Hopper y juego de escalas, perspectivas y puntos de fuga.
Con una estructura mínima, Andersson al que se le adivinan referencias y nutrientes, convoca una voz personal e identificable, un estilo que a sus 72 años aparece como un paradigma reconocible y propio. En la quietud de esta Paloma irrumpen relámpagos de ferocidad extraña. El tiempo y el espacio en el que transcurren sus capítulos de conexiones subterráneas se diluyen en una tenue línea de sombra. Esos episodios que comienzan con tres muertes y que alcanzan su cenit con un ensayo sobre la crueldad de la humanidad: el mono encadenado, los esclavos carbonizados,… alcanza momentos fulgurantes. Como solemne y demoledor resulta el desfile letal del ejército de Charles XII de Suecia, el soberano heroico devenido en el gran exterminador, camino de la batalla de Poltava. Roy Andersson dinamita el tiempo histórico con el tiempo fílmico, todo se reduce a estampas de muertos vivientes y a vivos que morirán para tejer, como Keaton, una patética mueca parecida a una sonrisa. La que se queda en el rostro cuando un ser humano se abisma a reflexionar sobre la existencia.
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