Cuando en la recta final, en ese momento en el que el nudo comienza a des(a)nudarse, una de las walkirias juguetea con una pequeña caja de música, el público avezado (pre)siente, como hace el hierático Max-Tom Hardy, una sensación de déjà vu premonitoria y enigmática. Brilla fuera de la pantalla un relámpago de autoconsciencia que articula el pretérito, lo que ya sabíamos, con el por/venir.

Las aulas, la compleja situación de la enseñanza en la edad de las turbulencias adolescentes y en el seno de sociedades urbanas crispadas e incluso violentas, han servido de infinitas incursiones cinematográficas. En ese subgénero se inscribe La profesora de historia de Marie Castille Mention-Schaar. Sin recopilar la larga lista, baste señalar que la intención de esta película, de vocación aleccionadora y deseos moralizantes, casi siempre es lo que convoca y provoca incursionar en el mundo escolar.

Hubo un tiempo en que Atom Egoyan cortaba el aliento. Sus películas, siempre esperadas, siempre sorprendentes, se comportaban como precisos mecanismos que diseccionaban las oscuros humores del alma humana. Nadie como él desnudaba la amarga sensación de abismarse en el sentimiento de culpa.