Para El francotirador y probablemente para Clint Eastwood, su director, el sistema de valores se concreta en una percepción maniquea del mundo. Según ésta, la condición humana se divide en tres tipos: las ovejas, los lobos y los perros. Los malos, o sea los lobos, devoran a las ovejas que, indefensas, no saben o no pueden hacerles frente.

En el tiempo de la Wikipedia y el corta y pega, el de la resaca de la palabra de Tarantino, las películas parecen construidas con material de desecho. Son modernos monstruos de Frankenstein reanimados a partir de fragmentos muertos. Así resulta tan difícil encontrar en la cartelera un título original, como dar con un buen clásico.

Bennett Miller, en cuanto director, se mueve en el terreno de juego del relato cinematográfico en una franja diametralmente opuesta a la que ocupan gentes como Quentin Tarantino. Sus historias se gestan en la periferia, crecen en la elipsis y fían su suerte a lo apenas entrevisto. En lugar de buscar su juego en los espacios libres de la ficción, Miller se enreda en el campo de minas de lo real; en vez de mover títeres fabricados al servicio del argumento, se abisma en biografías pantanosas, con reflejos históricos y sombras de inconveniencia que maniatan su capacidad de movimiento.

La opción estética asumida por Abderrahmane Sissako, una suerte de responso sin lágrimas, un maridaje entre el horror y la inocencia, provoca extrañamiento y desemboca en respuestas extremas. Si se admite, si se participa de ese sudario lírico que retrata la furia homicida del fundamentalismo yihadista sin subrayados, sin acusaciones directas ni veredicto expreso; y se hace a través de una coreografía de belleza trémula en medio de tanta tragedia, la simpatía y la admiración hacia Timbuktu se impone.

Como un puzzle al que le han sustraído algunas piezas, como un tebeo al que le faltan páginas, así se comporta El destino de Júpiter, el último delirio de la pareja de cineastas más delirante de nuestro tiempo: los hermanos Wachowski. Lo fácil, lo obvio, nos conduce a descalificar completamente este filme contrahecho que gira en torno a una tierna historia de amor en un futuro cosido con fragmentos provenientes de cientos de referentes.

Las circunstancias históricas y su pertinencia pueden deformar la valoración y la manera en la que se percibe un filme en el momento de su estreno. De El último tango a La última tención de Cristo, de A Serbian Film a Yo te saludo, Maria, da igual que se trate de directores anónimos o de maestros consagrados; el exceso en las reacciones siempre se impone a su contenido. Cuando a un filme le rodea el escándalo, éste no puede ser visto sin el espejo deformante del ruido que le precede.

Puede que para el público ajeno al mundo del anime Capitán Harlock solo sea uno más de esos japonesismos extraños, descendientes de Heidi y propios de un submundo habitado por otakus y freakies occidentales. Para los iniciados, Harlock es un clásico, un referente icónico lleno de reverberaciones.

Para quienes el nombre de Michael Mann era garantía de bien hacer y evidencia de que no hay guión malo sino director incapaz o ausencia de compromiso, Blackhat nos pone en un grave aprieto. ¿Cuál es la cuestión por la que se hace casi insoportable un filme como éste?