El baile del apocalipsis

foto-automataTítulo Original: AUTÓMATA Dirección: Gabe Ibáñez  Guión: Gabe Ibáñez, Javier Sánchez Donate, Igor Legarreta Intérpretes:  Antonio Banderas, Birgitte Hjort Sørensen, Melanie Griffith Nacionalidad:  España. 2014  Duración: 110 minutos  ESTRENO: Enero 2015

La chispa que enciende el motor de Autómata es la misma que ponía en movimiento 2001, una odisea espacial. O sea, un tema recurrente en la especulación del género denominado ciencia-ficción, esa etiqueta de perfiles movedizos que enhebra todas las hipótesis sobre el futuro. Son elucubraciones que aspiran a poder explicar el pasado con la intención de entender y encender el presente. Hace poco esa especulación la abordaban dos películas tan distintas entre sí como Interstellar y Orígenes. En ambos casos lo que estaba sobre el verde tapete del juego hipotético era la evolución; ese salto cualitativo por el que, así como en un momento dado surgió el hombre, en otro, le sobrevendrá una entidad superior. Mientras Nolan se la jugaba con abundante retórica y una ejemplar coherencia poética, Orígenes se prostituía al venderse a una pueril metafísica de catecismo budista.
Sin tener que abrazarse en la distopía, parece obligado certificar que la mayoría de esos textos auguran para el futuro de la humanidad un inminente tiempo de decadencia y desaparición. Autómata, dirigido por Gabe Ibáñez con la entrega absoluta detrás y delante de la cámara de Antonio Banderas, se apunta a esa corriente. Plantea el final de una etapa: la de la humanidad.
En ese ruedo dominado por destructores inmensos, como puedan ser los que proyectan mariscales como James Cameron, David Fincher, Christopher Nolan, Darren Aronofsky o Luc Besson, por citar algún caso off-Hollywood, aparece este Gabe Ibáñez que se mueve con una insolencia tremenda. De haber sido rodado en EE.UU., Autómata hubiera costado al menos diez veces más. Con diez veces menos de lo que sería razonable para levantar un territorio en el que los robots se disponen a tomar el relavo a unos humanos cada vez más diezmados por su ambición y su nulo respeto a la naturaleza, se mantiene en pie este filme que en su paso por el Zinemaldia fue zarandeado.
Es fácil desarmar la realidad de esta película que pretende lo imposible, unir transcendencia con acción, aventura con reflexión, seriedad con espectáculo. Gabe Ibáñez atraviesa un jardín plagado de plantas envenenadas. En él esboza ese tiempo del lobo, esa hora del Armagedón en la que el hombre agoniza y sus invenciones mecánicas, los robots, saben que serán los herederos de la Tierra.
Entre lo que la palabra escrita en el guión sugiere y lo que la imagen filmada en la pantalla muestra se produce un insalvable salto, un desequilibrio, un cortocircuito, un error de paralelaje por el que nada resulta convincente.
A los quince minutos, esa dispersión, ese divorcio que desgarra su naturaleza y que provoca desafinaciones y distorsiones, ya deja claro que será la ley bajo la que baile este Autómata. Poco o nada le ayudan algunos guiños cinéfilos. Quizá leído en el libreto, esa recreación del Leone de Érase una vez en América y los robots de Star Wars prometía sonidos dulces, intensos, seductores. En la práctica no acontece eso. No se funde nada. Banderas parece traspasado por su antagonista de metal pero en esa danza entre el ocaso de uno y el alba de otro, no hay emoción, no hay sentimiento, no hay magia. Y sin nada de ello, no puede darse el buen cine. Sin él, nos queda la celebración de un valiente intento, generoso en sus esfuerzos, fascinante en sus logros técnicos, frustrante en la certeza de que Gabe Ibáñez y todos los que tiran de Autómata merecerían haber tenido mejor resultado, más acierto y fortuna.
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