Duelo entre la razón y la emoción
foto-magiaalaluzTítulo Original: MAGIC IN THE MOONLIGHT  Dirección y guión: Woody Allen  Intérpretes:  Colin Firth, Emma Stone, Marcia Gay Harden, Jacki Weaver, Eileen Atkins, Hamish Linklater y  Catherine McCormack Nacionalidad:  EE.UU. 2014  Duración: 109 minutos ESTRENO: Diciembre 2014
En una entrevista reciente, Woody Allen venía a decir que le siguen preocupando las mismas cosas de siempre, ya se sabe, esas preguntas transcendentes que nunca decimos en voz alta por impertinentes e incontestables. Luego, añadía, que (pre)siente que el tiempo para encontrar respuestas se le está yendo. A estas alturas de la batalla de su vida, Allen, que cumplió 79 años este mismo lunes, aparece tocado con una extraña mezcla de sabiduría indolente. Quizá sean las dos caras de la misma lección, la de saber que se ha vivido.
El tiempo de la angustia, en su caso, se fecha en el final de los 70 y buena parte de los 80. En términos conyugales, allí se inscribe el naufragio de su romance con Diane Keaton y el comienzo de su sociedad con Mia Farrow. En cuestiones cinematográficas, en esa década su cine hizo algunos extraños aunque, ciertamente, su regularidad e ingenio, logró que allí descansasen algunos de sus mejores títulos. Pero ciertamente en esos años, Allen fue menos Allen que nunca al tratar de emular a sus iconos cinematográficos: Bergman y Fellini. El resultado se pagó con cierta tristeza y una desconcertante desorientación. Allen salió del agujero con una convicción: como cineasta nunca volvería a intentar hacer la película de su vida. Su naturaleza no era la de Coppola ni la Herzog, por citar dos cineastas epopéyicos, pero tampoco la de Tarkovski o Dreyer, por acudir a dos arquitectos del espíritu; ni, a su pesar, la de Fellini o Bergman, dos poetas de la condición humana y la mujer (re)creada (e idealizada) desde la óptica del ser masculino.
Allen, con ser bueno, se creyó menor que ellos. Así que decidió, como exige su condición de judío sin fe, hacer de su obra una suerte de ritual de lo habitual, algo así como una serie de variaciones retóricas y emocionales a partir de la misma melodía. En ese sentido, Magia a la luz de la luna desprende una notoria sensación de déjà vu. Su protagonista, el personaje interpretado por Colin Firth, parece un heredero imaginario de Houdini. Su tiempo, el del despegar nazi en el Berlín previo al Holocausto. Allen aprovecha ese contexto para prolongar su etapa europea, esa que le hace recorrer como un turista accidental de Londres a Barcelona, de Venecia a París, para desgranar con nuevos ropajes su sempiterno relato. Esquemáticamente Magia a la luz de la luna propone un duelo entre la razón y la sinrazón; entre la magia y el timo. Allen, como Houdini, cree que la mentira de la magia encierra la verdad de la vida: aspira a crear ilusión sabiendo que todo es trampa y habilidad, ahí reside el prestigio de prestidigitador. En ese sentido, con un mecanismo que bebe, qué curioso, del Hitchcock de Vértigo/De entre los muertos, su protagonista se ve retado a desentrañar a una impostora, una bella médium, con madre de compañía y millonarios seducidos a golpe de fiambre convocado a la luz de la vela. Durante media hora, la de su arranque, Magia a la luz de la luna se muestra impecable. Sólida, intrigante, divertida, brillante… justo hasta que Allen, en lugar de alimentar a los personajes secundarios, opta por anclarse en ese pulso que siempre le obsesiona. Hombre racional donde los haya, Allen no cree en milagros, pero sigue sin descifrar el enigma del amor. Y esa y no otra es la cuestión vertebral que le ha acompañado a lo largo de toda su filmografía. Ahora, cuestionando la sombra del engaño y la manipulación, el clarinetista que no fue a Hollywood entona una sencilla partitura para ilustrar que un hombre, aunque esté a punto de ser octogenario, siempre puede perder la razón si cede a la emoción.
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