Duelo trucado entre la ciencia y la fe
foto-origenes2Título Original: I Origins Dirección y guión: Mike Cahill  Intérpretes:  Michael Pitt, Brit Marling, Astrid Bergès-Frisbey, Steven Yeun, Archie Panjabi, Kashish, Cara Seymour  Nacionalidad:  EE.UU. 2014  Duración: 113 minutos ESTRENO: noviembre 2014
Ante un filme tan ambicioso como Orígenes se corre el riesgo de pasar por alto los pequeños detalles y, en consecuencia, no reparar en un entramado casi imperceptible que no es sino un campo minado. Esa red, anudada con pistas y señales paradójicas, funciona como un mecanismo que hiere e interfiere su argumento: un pulso trucado entre la ciencia y la fe. Un discurso que su realizador y guionista, Mike Cahill, director de Otra Tierra, cree profundo, brillante y original. Tres calificativos que le quedan mucho más lejos de lo que su autor cree.
Y sin embargo, en esa zona cero, allí donde la película debe cocinar el secreto de su receta, el filme funciona bien. Allí, en el lugar del conflicto, el suspense se sostiene, el duelo personal parece adulto e incluso su reflexión en torno a la evolución darwinista enfrentada a la mística zen y a la reencarnación, levanta un vuelo intrigante.
Ganadora en la última edición del festival de Sitges, Orígenes, por más que su título evoque el filme de Christopher Nolan, juega en una división inferior. Mientras el universo del director de Interstellar evita esconderse detrás de las faldas de Dios, Cahill juega al equívoco.
Su arranque resulta deslumbrante y efectista. Un científico joven investiga el proceso evolutivo del ojo. En cada ojo, en su conformación, se inscribe la singularidad de los individuos, su ADN irrepetible y singular. Y con él, en él, la clave de la evolución de las especies. Para poder probarlo necesita lograr el proceso mutante que origine en un ser sin ojos, el comienzo de la mirada. Un gusano será el medio y en ese proceso, dentro de la tradición del Mad Doctor, anida la ambición del hombre de convertirse en Dios. Un dios que no cree en Dios.
Ese científico ateo sabe que su descubrimiento puede contribuir a reforzar su opinión. En sus manos descansa una carta de defunción. Con ese punto de arranque, Cahill, un director que asume los estilemas de cierta contemporaneidad, se comporta como un alumno aplicado del primer curso de Filosofía. Cree vislumbrar la clave del universo y para ello forja un retruécano místico que empaña muchas de las virtudes inherentes en su puesta en escena.
Hay una sensación confusa entre la apariencia y lo real, entre lo que anuncia y lo que renuncia. Multitud de pequeños gestos. Como llamar a su hijo Tobias, (el que agradece su vida a Dios), cuando busca justamente proclamar su defunción.
Ese es el enigma, el desvarío. Cahill siembra el celuloide con señales contradictorias. No duda en introducir a un oscuro personaje que llama la atención en un ascensor al científico protagonista, para luego usarlo con sordina como clave que sostendrá el desenlace probatorio de la tesis del filme. Pero es una clave apenas entrevista, como acontece con todos los símbolos que contribuyen a ese enredo sin control que resquebraja esta película.
Pese a ello, Cahill, que en su primer filme ya había demostrado una capacidad notable para dibujar escenarios fantasmáticos, salva la película, hasta el punto de llegar a parecer como mejor de lo que es gracias a su talento para alimentar el misterio.
Esa es su mejor virtud. De ahí que en esa calculada ambigüedad, en las pequeñas estrategias de cada capítulo, brota otro filme, no el que alimenta una facilona proclama sobre el origen del mundo, sino el que se dedica a construir un relato subterráneo ajeno al cuento de Dios.
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