La fantasía oriental de Vermut salva el día

magicalgirl

Ya en la recta final, ayer dos películas muy diferentes entre sí se presentaban a concurso en la sección oficial. Pese a que sus títulos en ambos casos están en inglés, una de ellas Magical Girl, dirigida por Carlos Vermut, transcurre en Madrid. La otra, Tigers, arranca de una coproducción entre India, Francia y Reino Unido aunque su relato transcurra entre Pakistán, Alemania y Canadá y venga dirigida por un viejo conocido, Danis Tanovic. Mientras el filme de Vermut despliega la mayor dosis de singularidad de cuantas películas llevamos vista en la sección oficial de esta edición, el filme del autor de En tierra de nadie, se diluye en su extraño deseo de pergeñar una denuncia sobre las malas prácticas de las multinacionales de la alimentación, con un híbrido que provoca más estupor que interés.

El profesor con cara de acelga

Carlos Vermut evidencia una insolencia narrativa difícil de comparar. Su Magical Girl recuerda la osadía que mostró Juanma Bajo Ulloa con su primer filme, o el delirante desparpajo del propio Alex de la Iglesia de sus comienzos.
Durante 122 minutos, Magical Girl consigue, sin aparente esfuerzo, algo que otros directores no hacen ni durante unos minutos: sorprender constantemente al público. Ciertamente resulta muy complicado prever hacia dónde caminará el relato de este filme altamente estimable y profundamente iconoclasta, bizarro. Se diría que busca ser perverso, pero sobre todo llama la atención porque aparece ingenuamente tierno en su sentido más noble.
La sinopsis de Magical Girl no acierta a aportar ninguna pista firme sobre su contenido. Y no lo hace porque no resulta fácil sintetizar de qué va esta película llena de quiebros, pura orfebrería argumental que crece sobre un influjo muy evidente: la cultura japonesa y en particular el mundo del manga en su vertiente menos complaciente.
Lo más sencillo es hablar de una cinta de relatos cruzados, de personajes a los que el azar une y destruye, de pequeños historias ejemplares llenas de enigmas y misterio. Un misterio que no es sino un puzzle al que le falta una pieza, algo que Vermut subraya de manera literal al mostrar a uno de sus personajes, el que interpreta un espléndido José Sacristán, rehaciendo un rompecabezas que, como la película, acabará dejando cabos sueltos.
El filme se adentra en lo fantástico sin pedir permiso a nadie, ajeno a la tradición de ese cine español de costumbrismo garbancero en el que hay que explicarlo todo y donde nadie conoce la elipsis. No es el caso de Magical Girl una historia que habla de una niña enferma de leucemia, de un padre en el paro que no es capaz de escucharla, de un profesor triste y de una mujer complicada, que insiste en jugar con la muerte. Unidos por un entrelazado de casualidades y juegos, Magical Girl toma su título prestado de una serie japonesa de anime. Pero eso, un vestido proveniente de esa serie, es el pretexto, el texto hay que buscarlo en un lado menos inocente, por ejemplo en el Urasawa de Monster o en el cine de Polanski, Kubrick y Borowczyk.
Entre los muchos argumentos que Vermut aporta para paladear con gusto su segundo largometraje, hay algunos inolvidables. Como el de la joven actriz que encarna a Alicia, cuya mirada fija alcanza la rotundidad del viejo espíritu de Ana Torrent. O su puesta en escena: limpia, geométrica, inquietante. O un guion que engarza la realidad con el delirio en un ramo de singular belleza. Desde luego no todo es rotundo en este filme. Carlos Vermut sufre y, solo en parte, consigue introducir al personaje de Sacristán en el tercer tercio del filme. Un filme concebido como dice uno de sus personajes, con el ritual de una corrida de toros, en tres tercios. En su caso, con un fascinante comienzo y un desconcertante final.

Las maldades de la multinacional alimentaria

La trayectoria de Danis Tanóvic aparece tan irregular como desconcertante. Bosnio de nacimiento, criado en Sarajevo, fue allí, en la boca del lobo de la guerra de los Balcanes, donde se forjó como director. Con En tierra de nadie (2001) se le abrieron las puertas de medio mundo. Desde entonces, en su cine ha habido decepciones como Triage (2009), osadías como dirigir un proyecto del malogrado Kieslowski, L´Enfer (2005) o la más reciente y sin duda interesante La mujer del chatarrero (2013).
En Tigers, un filme contrahecho y errático, nos volvemos a cruzar con el Tanovic menos interesante. Con el pretexto de recrear la odisea de un joven vendedor de productos médicos en Pakistán, que denunció a Nestlé por los efectos letales que provocaba su leche en polvo al ser mezclada por miles de madres con agua contaminada, Tanovic opta por entrelazar dos naturalezas narrativas diferentes.
De un lado, la recreación ficcionada de los hechos; del otro, la recreación también ficcionada de la película que supuestamente estamos viendo. Dos ficciones para una película que resulta cualquier cosa menos convincente. En un momento, uno de los personajes que supuestamente están filmando la película, insiste en lo arriesgado de su denuncia, en el inmenso valor de este trabajo. Cuanto más lo dice, más dudas genera sobre el verdadero alcance de esta denuncia que Tanovic filma sin alcanzar a contagiarnos la gravedad de lo que su cámara aspira a denunciar.
Especialmente porque Tanovic cede a la tentación de registrar la belleza estética del paisaje y paisanaje del continente indio. Al contrario que Buñuel, el realizador coloca el objetivo pendiente de servir a aquello donde se impone el exotismo y sitúa a los actores buscando su lado bueno, su pose más atractiva, ese glamour propio del cine clásico de Hollywood. Con ello, su aparente reivindicación social se tiñe con la apariencia de los anuncios de lo que afirma combatir y se olvida, por eso mismo, de dar consistencia al verdadero tigre que devora la salud y la vida de esos pobres a los que intenta amparar.

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