Los ecos de misterio que resuenan en esta crónica otoñal parecen entonar la misma melodía que Haneke musitaba en Caché/Escondido. Allí, el McGuffin, caballo de Troya del abismo argumental, era una cinta de vídeo; aquí ramos de rosas rojas que lo inundan todo. La presencia de Daniel Auteuil en ambos títulos contribuye a reforzar esa sensación de paralelismo.

En la plenitud de su carrera, Francis Ford Coppola, convertido en un iluso David, se enfrentó a los molinos de Hollywood sin ser consciente de que eran gigantes vengativos. Lo hizo con un musical heterodoxo, un género que los grandes estudios habían desterrado y con el que Coppola se iba a enterrar. Corazonada significó la ruina del director que tuvo el mundo a sus pies tras firmar joyas como El padrino y Apocalypse Now.

Nada ha podido superar todavía la conmoción que provocó El exorcista, el filme de William Friedkin realizado hace ahora 40 años. Recapitulemos. Eran los años 70, un tiempo de confrontación con una realidad que no era la que habían preconizado los movimientos libertarios del 68, ni el ya imparable reconocimiento de los horrores del Vietnam, los delirios de Mao, la locura en la América latina o el nuevo cautiverio de la Europa del Este.