Al finalizar Vals con Bashir, Ari Folman se tomaba una inquietante libertad que, como todo aquello que rompe, acababa por provocar opiniones dispares y disparatadas. Vals con Bashir era un filme de psicoanálisis y memoria, y en su interior nos aguardaba una terrible cantinela sobre el sentimiento de culpa y los fantasmas de la guerra.

Luc Besson irrumpió en el panorama cinematográfico hace tres décadas con un relato post-apocalíptico de bajo presupuesto y alta originalidad: Kamikaze 1999 (1982). Tenía 23 años y una notable insolencia generacional que pretendía pasar por encima de la nouvelle vague. Eran otros tiempos y en su caso, pronto se descubriría que su intención, como sugería el título de su primera película, iba a ser la de convertirse en un francotirador ajeno a las jerarquías y familias del cine francés.

De vez en cuando surge una propuesta formal cuya originalidad le confiere un sentido, la hace única. Con frecuencia esa excepcionalidad acaba limitando su desarrollo y, a veces, ahoga la historia que cuenta. En el peor de los casos, sus autores saben que el filme será recordado por haber afrontado ese riesgo estructural. Dicho de otro modo, son películas hijas de un exacerbado manierismo al que le preocupa más el arabesco que la sustancia argumental. Locke, como La soga de Hitchcock, El arca rusa de Sokurov o Buried de Rodrigo Cortés, asume una dificultad en el entramado de su creación.