Europa fabulada por un freakie norteamericano

Título Original: THE GRAND BUDAPEST HOTEL Dirección : Wes Anderson  Guión: Wes Anderson  Intérpretes: Ralph Fiennes, Tony Revolori, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jude Law, Bill Murray, Edward Norton,  Owen Wilson y  Jeff Goldblum   Nacionalidad:  EE.UU. 2013   Duración: 100 minutos ESTRENO: Marzo 2014
 
El reparto actoral denota, esquinadamente, una declaración de principios sobre las querencias de quien lo (con)forma. Los actores llevan impresa en su piel, como un palimsepsto orgánicamente vivo, reflejos de los personajes que han sido. Son lo que son más la suma de esos ecos que resuenan en su ADN curricular. Wes Anderson, tras el crédito acumulado por su orfebrería de luna y sueño titulado Moonrise Kingdom, insiste en esas superposiciones con un reparto abrumador. Ninguno de sus intérpretes pertenece al territorio de lo blando. Son histriones de acero y fuego envueltos en espejismos de terciopelo. Son, además, actores extraordinarios. 
De algún modo, El gran hotel Budapest establece con Moonrise Kingdom un díptico transoceánico. Si con su MoonriseAnderson redibujaba la esencia del subconsciente norteamericano, carne de boy-scout  y  sangre de dibujo animado; con esta película, que no toma el nombre de Stefan Zweig en vano, Anderson se adentra en el corazón de la vieja Europa, la que vio agonizar un régimen de honor de caballeros para despertar al holocausto nazi. De hecho, Zweig, el gran inspirador de este filme, vivió y murió desangrado por el hastío de la imbecilidad de un mundo que aclamaba a Hitler, hundido en complicidades vergonzosas y silencios medrosos.
Todo en El gran hotel Budapest obedece al exceso, al arrebato, al placer del relato como medio y fin de soportar la mediocridad que corroe como cáncer hambriento esa condición humana a la que Anderson trata con misericordia, con ternura y con un entusiasmo infantil que nada tiene que ver con lo ingenuo. Muchos de los nombres que le acompañaron en su anterior trabajo vuelven a comparecer en éste. Ahora, de entre todos, son un veterano Ralph Fiennes y un desconocido llamado Tony Revolori, los que dan un recital soberbio.
Se ha citado a Zweig pero el propio Anderson, cuando se le pregunta, evoca y convoca a Lubitsch, a Hitchcock y a Ophüls. Aquí están de algún modo. Como lo está Hergé y la sombra de TinTin. Pero tampoco resulta disparatado señalar a otros cinéfagos contemporáneos, de Gilliam a Jeunet y a Caro. la diferencia es que allí donde estos llegan desencajados y vacíos, Anderson no emite ni un jadeo de cansancio. Acaba sus películas como si fueran a comenzar de nuevo.
En Anderson todo rezuma pasión; suyo es el testamento de Méliés y suya la imponente sensación de que no hay límite a su imaginación. Todo es posible. Y en ese sentido, El gran hotel Budapest da una memorable lección de entrega a lo absoluto. Anderson se mueve entre el drama y la comedia, entre el musical y el thriller. Todo lo contamina, todo lo (re)conduce hacia un tejido cuya urdimbre se ata con fábula y se sostiene en el movimiento. Sus referentes de la segunda guerra mundial no son guiños airados al estilo de Tarantino, ni busca el alivio cómplice del último Clooney
Lo que distingue a la caligrafía de Anderson, es su erudición; su sincero y entusiasta homenaje al autor de La embriaguez de la metamorfosis. Como él, sabe que el ser humano necesita los cuentos como el náufrago los restos de la embarcación, para no acabar en el fondo. También sabe que el folletín, ese laberinto de relatos que salvaron la cabeza de Sherezade, representa la única verdad posible, el único medio de no perderse en (y ante) una realidad carente de piedad, tan huérfana de (com)pasión.
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