Como melodrama resulta excesivo, hiperbólico, descomunal. Cuando se inclina hacia el romance se disfraza de anuncio de perfumes. Cuando se abisma hacia la tragedia, amenaza obscenamente con vulnerar hasta los espacios más íntimos. Amanece como una comedia romántica de belgas que sueñan con ser cowboys y se desvanece como una radiografía de Bergman, con un desgarro de existencialismo y gritos desesperados.

Alexander Payne, buen conocedor del cine español, declaraba no hace mucho que quizá Pepe Isbert hubiera sido un actor ideal para Nebraska. También, decía, le habría gustado Fernando Fernán Gómez, aunque este último, apostillaba, quizá hubiera sido demasiado solemne. Tal vez se trató de una concesión al periodista español que le entrevistaba, pero lo que sugiere esa hipótesis es algo que se presiente tras la proyección de Nebraska.

Hay que esperar a que el filme entre en su último tercio para entender a qué se refiere el título original. Lo que el filme, dirigido por John Lee Hancock, relata es el proceso laberíntico e incluso tortuoso por el que Walt Disney consiguió (con)vencer a la escritora de Mary Poppins. O cómo el reino de Micky Mouse, llevó al cine un relato en cuyo desván habita el dolor ante una figura paterna ausente, un Edipo atravesado que convirtió a Pamela Lyndon Travers en una mujer búnker; solitaria y agria.