Dentro de un par de años, cuando Spielberg haya filmado su remake de este filme, nos aportará argumentos para ratificar que el trabajo de Kore-eda en De tal padre, tal hijo, no es que sea bueno, sino que, sencillamente, es mejor. Desde luego no parece que esté al alcance del creador de E.T. y Tiburón superar el grado de equilibrio, profundidad y sutileza que, con suma sencillez, alcanza uno de los mejores cineastas japoneses en activo.

Cada cinco minutos algún actor de los que deambulan por El consejero se ve obligado a declamar una frase lapidaria. Entonces recita un pensamiento hondo de los que provocan rubor a quien los dice y vergüenza ajena en quien los escucha. Por ejemplo: “la verdad no tiene temperatura”. Y, ciertamente, hasta ahora la calidad moral de los deseos humanos no se mide en escalas Kelvin, Farenheit o Celsius.

Hay una sensación de déjà vu en esta película que hace que su punzón penetre despacio, casi sin cerciorarnos de que, al final, nos ha rasgado la buena conciencia de pertenecer a un país desarrollado. Llevamos años en los que recibimos documentales, leemos reportajes y vemos películas que nos muestran un trayecto infernal.