Cuando la película llega a su último tercio, a la hora de la verdad, parece obligado repetir, como si un mantra se tratase, lo que su título español indica: Sobran las palabras. Al menos, una parte de ellas porque en este filme se habla mucho y aunque algo se dice, da la impresión de que se gasta demasiada saliva para decir más bien poco.

Entre Rompiendo las olas y Nymphomaniac, entre el via crucis sexual que protagonizaba Emily Watson y la pesadilla afectiva que relata Charlotte Gainsbourg, puede establecerse una interesante línea de continuidad. De hecho, todo el cine de Lars von Trier (a)parece interconectado como una tramposa red de araña en/de cuyo centro, con una sonrisa enigmática y perversa, emerge la figura de uno de los cineastas más inteligentes de nuestro tiempo.

El Médico no es una mala película, es peor. Es la evidencia de que hacer cine no se limita a sumar ingredientes por muy atractivos que estos puedan resultar de antemano. Construida sobre la base de un best seller de esos que mezclan divulgación histórica con moralejas del presente, su relato se sostiene sobre la coartada del conocimiento y la erudición, pretexto que sirve para alimentar relatos de vocación evasiva sin sembrar la mala conciencia de que con ellos se pierde el tiempo.

Concebida para acariciar el Oscar, 12 años de esclavitud se pasea como la película de la concordia, ese título capaz de aunar en el mismo aplauso todas las miradas. Empecemos por orden. Para derrumbar las murallas más críticas, esta producción ofrece a un cineasta temible. Un hombre que surgió del siempre árido territorio del arte contemporáneo y lo hizo abofeteando la adormilada escena cinematográfica.

El éxito de Futbolín en Argentina -dos millones de espectadores han pasado por los cines de su país de origen-, puede asemejarse al que aquí obtuvo Las aventuras de Tadeo Jones. Ambas representan la respuesta digna y comercial de la industria de la animación periférica a un mercado en el que Pixar manda, EE.UU. recauda y, de vez en cuando, Japón nos regala con alguna obra maestra.

Deshagámonos de lo obvio. O sea de Federico Fellini. De La dolce vita, de Roma y de 8 y medio. No porque el cine del maestro de La Strada sea evidente, sino porque parece obligado hablar de Fellini al contemplar La gran belleza. El problema al rememorar su sombra y su peso, es que si solo miramos las huellas perceptibles de ese toque felliniano en este filme, no veremos lo que aquí hay de Sorrentino.

La primera vez que fui consciente del interés de un director llamado Mikael Häfsröm fue en Sitges. Se trataba de 1408 (2007), una película de terror basada en un cuento homónimo del Stephen King. Sus protagonistas eran John Cusack y Samuel L. Jackson y, aunque aquello no era El resplandor, la solvencia del director sueco parecía notable.

Con motivo de su pase en el Zinemaldia, recordábamos que Roger Mitchell era un director que alcanzó una evidente notoriedad gracias al romance imposible entre una diva de Hollywood y un librero de Londres. Aquella película, Notting Hill (1999), surgida a su vez del eco de La boda de mi mejor amigo (1997), mostraba cómo una Julia Roberts, en su papel de estrella, seducía a un Hugh Grant en su condena de apocado con problemas de expresión.

Cada cinco minutos algún actor de los que deambulan por El consejero se ve obligado a declamar una frase lapidaria. Entonces recita un pensamiento hondo de los que provocan rubor a quien los dice y vergüenza ajena en quien los escucha. Por ejemplo: “la verdad no tiene temperatura”. Y, ciertamente, hasta ahora la calidad moral de los deseos humanos no se mide en escalas Kelvin, Farenheit o Celsius.