En el espacio imaginario en el que, por un instante, intercambian las miradas el cine clásico de John Ford con la posmodernidad surrealista de David Lynch, se edifica Sólo Dios perdona. Un filme inclasificable que se quiere contemporáneo pero que no duda en utilizar los fundamentos del cine de héroes capaces de imponer la justicia, aunque eso implique quebrantar la ley.

A los quince minutos, las alarmas que provoca Don Jon se apoderan incluso de aquellos espectadores que se identifican con su protagonista. A la hora y cuarto se hace evidente que este actor-director-guionista sabe lo que hace y en ese hacer lo que sabe late una bofetada a tanta exaltación erótica de comedia gruesa para descerebrados que van al cine en busca de carne, chistes y destrucción.