Sobre Thérèse D. se teje un velo distorsionador, unas sombras externas que sin duda han determinado su realidad. Se trata de la obra póstuma de Claude Miller, un realizador francés que ha ocupado un discreto lugar en una cinematografía acostumbrada a alumbrar movimientos y autores de enorme predicamento.

Con el fútbol como pretexto y la familia como tema, Daniel Sánchez Arévalo (Azuloscurocasinegro, 2006; Gordos, 2009 y Primos, 2011) avanza otro pasito más en un proceso que, conscientemente o no, ha ido rebajando la tensión y la negritud de su ópera prima para introducir tonos más luminosos, más de caricatura humorística.

Hay detalles que parecen gritos, pueden ser pequeñas costuras en el fuselaje fílmico (hablamos de cine) pero provocan graves dudas sobre la seriedad del prototipo. Suele pasar con los guiones. Allí donde en la palabra escrita se percibe una arruga extraña, un abrochamiento artificial, un forzamiento al verosímil; en la pantalla, ante la imagen expandida, la sombra deviene en tinieblas y el artificio evidencia toda su trampa, toda su vergüenza.